Héctor Abad Faciolince: «Hay que acordarse de olvidar»

El colombiano, que ahora publica sus diarios íntimos, escribió su mejor obra cuando narró la vida de su padre, asesinado por paramilitares, pero huye del rencor y del resentimiento y prefiere refugiarse en la «ficción» de que la vida es buena

El escritor colombiano Héctor Abad Faciolince LISBETH SALAS

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Son las cinco de la tarde de un domingo cualquiera en el Aeropuerto Internacional Rafael Núñez de Cartagena de Indias (Colombia). Héctor Abad Faciolince pasea entre los viajeros tratando de pasar inadvertido. Pero no lo consigue, lo cual, si lo piensan bien, o al menos con los ojos de una lectora española, es envidiable. En su país natal, el escritor es como una estrella de rock , pero más humilde y accesible, sin la pose que tanto pesa en algunos. Una pareja le reconoce, le saluda y la mujer le pide hacerse una foto con él. Sonrisas, intercambio de pareceres y despedida cordial. A los pocos pasos, la escena se repite. Y así en varias ocasiones. Hasta que Abad Faciolince logra escabullirse y se refugia en uno de esos comercios tan propios de los aeropuertos donde lo mismo te venden imanes para las neveras que libros. Él se decanta por estos últimos, y elige «Vetas profundas» (Tusquets), en el que Fernando Aramburu reflejó sus poemas más queridos. Sale del establecimiento con él bajo el brazo, escoge un asiento próximo y lo abre. Le espera ese género en el que siempre encuentra respuestas y, en ese momento concreto, el alivio de saber que el único tiempo que tenemos es el que ahora vivimos. Un refugio, sin duda, tras varios días de intensidad mediática durante los que presentó, en esa ciudad a la que Gabriel García Márquez puso en el mapa literario, su última obra, «Lo que fue presente» (Alfaguara), volumen que recoge los diarios que escribió entre 1985 y 2006.

Decía Clarice Lispector que releerse a uno mismo es como comerse su propio vómito.

¿Le gustó esa frase?

Me fascinó.

Es tan fuerte…

Lo es. Entiendo que, a la hora de publicar estos diarios, se tiene que haber releeído muchísimo. ¿Cómo fue encontrarse con aquel Héctor de 1985?

Sí, fue una experiencia muy dura y a ratos también repugnante, como la frase de Clarice Lispector, fuerte y bonita, pero repugnante. Lo que caracteriza mi mente es la memoria. Entonces, releer esos apuntes íntimos de mi vida, de mis bajezas, de mis actos abyectos, de la ingenuidad y la tortura de ese pobre hombre joven que no sabe bien qué hacer con su vida, a veces me producía culpa, arrepentimiento, y a veces me producía también cierta compasión. Porque los diarios empiezan cuando yo tengo 27 años, no he terminado la carrera...

Cuando su mujer se queda embarazada de su primera hija.

Sí, que no sabíamos si era hija o hijo. Y, bueno, tenía todas las dudas que he conservado toda la vida, pero ahora tengo menos. Fue un ejercicio muy duro pasar a limpio esto, tratar de no tocarlo, porque desde el principio me convencí de que tenía que tener la voz del que yo era.

Quería que fuera veraz.

Quería que fuera como es. No me parecía legítimo corregirlo, endulzarlo, dorar la píldora de ninguna manera. Entonces, así lo hice, a ratos con repugnancia, a veces con compasión, a veces también lo disfrutaba, con risa, con alegría de recordar cosas que no había vuelto a recordar durante decenios… El diario es en sí un ejercicio para tratar de entenderse, y a medida que lo pasaba me di cuenta de que necesité escribir esos diarios para no enloquecerme y para conocerme.

Al leer los diarios, una tiene la sensación de que es un ajuste de cuentas consigo mismo.

Sí, porque, bueno, mi vida no ha sido una vida ejemplar, ni perfecta.

¿Y qué vida es ejemplar o perfecta?

No sé, supongo que habrá algún santo por ahí (reímos).

Hasta los santos tienen pecados.

Bueno, pero la mía sin duda no es la vida de un santo. Tampoco creo que sea la de un monstruo. Después de terminar leía los diarios de Gide, y él iba buscando menores de edad por ahí para tener relaciones con ellos… Eso sí sería más complicado. Mis pecados son menos que los de André Gide. Es difícil no corregir tu vida, pero la vida no se puede corregir, la vida es siempre un borrador, la vida es lo que fue, ya está, y no es un ensayo.

¿Para qué le sirve al Héctor persona escribir diarios y para qué le sirve al Héctor escritor?

Sobre todo para qué me servían, porque ya no llevo diarios. Yo creo que la obsesión por los diarios y por el psicoanálisis es un periodo de la vida en que uno está muy obsesionado consigo mismo. Entonces, no llevar diarios ni ir al psicoanalista es como una liberación. Pero, en el momento en que yo los escribí, me servían porque es un ejercicio de conocimiento; no sólo los diarios, en general la escritura para mí es el sitio donde yo pienso mejor. Si yo en esta entrevista tengo un bolígrafo en la mano es porque hay un hábito mío mental que es que cuando tengo un bolígrafo en la mano y un cuaderno a mi lado…

Toma notas.

No tomo notas, sino que mi cerebro se comunica con mi lengua. Es decir, mi cerebro en realidad se comunica con mis dedos, pero si lo tengo en la mano mi lengua se acuerda de que tengo que tratar de decir lo que estoy pensando. A veces he hecho incluso el ejercicio de hacer entrevistas e ir apuntando las respuestas. Ya soy capaz de tener el bolígrafo en la mano sin tener que escribir las respuestas, pero, en general, yo he necesitado escribir para poderme entender y para poderme comunicar. Como tuve cinco hermanas, y la mayoría eran mayores que yo, hablaban mejor que yo, con más gracia, con más fuerza, con más alegría, con más énfasis, y yo no podía hablar nunca. Entonces, para yo poderme comunicar en la vida empecé a escribir, y sigo escribiendo.

¿Y a mano?

A mano. Bueno, ahora tengo ordenador y los diarios los pasé. Pero, fíjese, los diarios que escribí directamente en el computador desaparecieron. En cambio, lo escrito a mano, lo más frágil, ha permanecido mejor.

Cuando empieza a escribir los diarios, en 1985, no tiene muy claro que vaya a ser escritor.

Bueno, yo quiero serlo, pero no tengo muy claro que lo consiga. Mi papá me había casi que condenado: «Tú vas a ser escritor» (reímos). Y él confiaba en que yo iba a ser escritor, yo no.

Los diarios terminan justo cuando entrega «El olvido que seremos», donde narra la vida de su padre y que se convierte en su gran obra. ¿Se siente orgulloso cuando echa la vista atrás?

De mis hijos, me siento muy orgulloso de mis hijos. De mí… pues no. Incluso al final de los diarios, cuando estoy terminando «El olvido que seremos», hay un momento en que digo que es una porquería, que no va a ninguna parte, que no debo publicar ese libro.

Bueno, quien duda escribe.

Quien no duda escribe mal, sobre todo. Yo creo que siempre hay que estar revisando, dudando, pensando que se puede hacer mejor, y siempre se puede hacer mejor. Mis modelos literarios lo han hecho mucho mejor que yo. Pero yo no quiero escribir como los malos escritores, que también los he leído, yo quisiera escribir como los mejores; no lo consigo, pero sé muy bien cómo quisiera escribir. Y no, orgulloso no estoy, pero sí estoy muy contento de seguir insistiendo.

Perseverando.

Sí, de no jubilarme. Me gusta, me gusta. Mi vida ha sido una vida alrededor de la lectura, de los libros. En los diarios se ve que tuve una librería, que fui editor de libros, que traduzco libros…

Que ama la literatura.

Que amo la literatura, amo los libros, que ahí está mi vida, y que si amo algo más es a mis hijos, a mis hermanas, a mi pareja. Pero mi amor más constante, mi lealtad más segura es la del mundo de la escritura, de la comprensión de la vida a través de este invento genial que es el alfabeto y que es la imprenta y que son ahora los nuevos medios en los que se puede leer.

En el arranque introduce una cita de Andrés Trapiello que me llama mucho la atención, porque dice que «el escritor que escribe diarios lo hace porque es incapaz de escribir una novela».

En la historia de la escritura ha habido personas que lo único que han escrito ha sido un diario, y querían ser escritores, pero lo único que han dejado ha sido un diario. El mismo Julio Ramón Ribeyro escribió cuentos maravillosos, pero su obra más grande probablemente son los diarios, y se llaman «La tentación del fracaso». Estos diarios yo finalmente me decido a publicarlos porque había fracasado con la escritura de una novela. El fracaso de esa novela se convierte en la publicación de los diarios. Y a lo largo de los diarios también se puede ver que de lo que más escribo es de mis fracasos como escritor. En los diarios está el desconsuelo de lo que no funcionó. Cuando estoy escribiendo una novela y estoy bien y está saliendo, los diarios desaparecen. Los diarios son como la alcantarilla del escritor, ahí va tu insatisfacción, tu rabia, tu decepción, tu tristeza por no poder ser el escritor que quieres ser.

Toma el título de Quevedo: «Lo que fue presente».

Sí... Le voy a decir una casualidad. Yo estaba buscando el título. Tengo como una superstición, y es que en la poesía siempre encuentro la respuesta a lo que me está pasando. De hecho, estoy siempre rodeado de libros de poesía y los abro como los beatos abren, me imagino, la Biblia en alguna parte para que los ilumine; yo abro la poesía para que me ilumine o para que me diga algo, y casi siempre encuentro. Y encontré esto, que probablemente ni siquiera sea de Quevedo, sino de su editor, don José de Salas, mal poeta, pero a él se le debe que se haya conservado tan bien la poesía de Quevedo. Y él, en una de las introducciones a Quevedo, dice que él logra revivir «lo que fue presente». Lo que fue presente es lo que son los diarios: los diarios uno los escribe en el presente, en la vida caliente, en la vida que está viviendo. Yo prácticamente no tengo ni pasado ni futuro, ninguno, pero yo menos; pasado, porque se me olvida, y futuro, porque no sé. El diario es siempre lo que fue presente. Me pareció un título muy bonito. Y hasta lo consulté con Trapiello.

¿Y qué le dijo?

Que no podía encontrar otro título mejor (reímos).

En los diarios no es nada complaciente consigo mismo. Son más un reflejo de sus defectos, de sus errores, de sus equivocaciones que de la parte bonita de su vida. Hay que renunciar al ego para escribir así de uno.

Supongo que tiene que ver con mi formación católica. Yo no soy católico, no soy creyente, pero soy irremediablemente de esta cultura cristina y católica. Y en el examen de conciencia uno sobre todo piensa en qué hizo mal. Y eso está mucho en los diarios: qué hice mal, en qué momento me porté pésimamente, qué es lo que me hace sentir mal con mi mujer, con mis hijos, con mis amigos. Los diarios tienen eso, es un poco algo lúgubre, pero eso no quiere decir que mi vida fuera así de lúgubre o de nocturna o de infeliz o de flagelarme permanentemente… No, mi vida estaba llena de cosas felices también, sólo que cuando yo estaba muy feliz jamás escribía diarios. Los diarios son para tratar de resolver mi problema con la vida, mi problema conmigo mismo. Por eso puede parecer que estoy siendo muy duro conmigo. No está en los diarios, pero le aseguro que es verdad que también he sido muy feliz y me he reído mucho y hasta a veces he estado satisfecho conmigo.

Yo entiendo la literatura como un lugar de encuentro del escritor con sus lectores, pero también del escritor consigo mismo. Es como ponerse frente a un espejo. ¿Usted está contento con el reflejo que le devuelve ese espejo?

No se trata de estar contento o insatisfecho. Desde el principio de los diarios, yo no sabía si iba a ser escritor y si esos diarios iban a ser algo más que un ejercicio individual, egocéntrico. Pensaba: de todas maneras, si no me muero y llego a viejo, esto va a ser una lectura interesante para mi vejez, el que fui le va a interesar al viejito que seré. Me guste o no me guste, tengo que resignarme a que eso era lo que yo era.

Y, en esa forma de estar y de ser que es la escritura, ¿usted escribe desde la oscuridad, va a tientas, buscando la manera de hallar un poco de luz, o lo hace desde la luminosidad?

Sin duda desde la oscuridad. Para mí, la escritura es como tirarme de noche en un lago; yo voy nadando, a veces debajo del agua, a veces por fuera, pero no tengo muy claro ni dónde está la otra orilla ni para dónde voy. Curiosamente, la escritura más luminosa que he tenido, con más luz, es la de «El olvido que seremos»; yo sabía de dónde salía, qué iba a pasar, para dónde iba... Todo el libro estaba muy claro. Y en todos mis otros libros es un salto a la oscuridad. Lo mejor es que mi libro bueno es el de la luminosidad, pero siempre estoy a oscuras, menos en ese libro.

La escritura, de alguna manera, es también una forma de recordar. Como sociedad, ¿qué relación cree que tenemos con la memoria?

Bueno, ahí tengo un permanente debate conmigo mismo. Yo tengo un pequeño ensayo que se llama «Acuérdate de olvidar», en el que cuento la historia de un artista plástico antioqueño, como yo, que un día tiene mucha prisa, va al garaje de su casa, sale marcha atrás y aplasta a su niño de un año, que estaba gateando. Obviamente, eso le produce una culpa espantosa, jode tu vida para siempre, es algo que uno quisiera olvidar. Ese es un aspecto de la vida privada. Pero yo, que he dedicado tanto tiempo a recordar a mi padre, muchas veces me digo que escribí el libro para poderme olvidar, porque olvidarse también es un descanso. Es que si no… De hecho yo, los primeros veinte años no escribí sobre eso porque estaban mis hijos, yo quería que ellos crecieran como yo, con la ilusión de que la vida es feliz, de que la vida es buena, de que no nos van a venir a matar ni a destrozar la familia y la vida en cualquier momento; no, la vida es feliz. Yo quería que mis hijos crecieran con esa convicción, con esa mentira, si quiere, con esa ilusión, con esa ficción de que la vida es buena. Porque para poder odiar la muerte uno tiene que crecer con la ficción de que la vida es buena. Así sea mentira, ese optimismo es el que me inculcó mi papá. Entonces, yo pienso que él no quisiera que yo me pasara la vida recordando su muerte. Muy bien, estoy de acuerdo con los que defienden siempre la memoria, y es bueno que haya, pero también hay que acordarse de olvidar.

¿Y hay un olvido impuesto, que se nos intenta imponer?

Sí, a los que han hecho actos abominables, indignos, lo que más les conviene es el olvido, para que no los odien. Les gustaría ocultar sus crímenes peores, negarlos, no decirlos, justificarlos. Sí, hay eso. Y eso es lo que hay que combatir, las mentiras de los que quieren que olvidemos sus actos abominables, eso sí. Pero, al mismo tiempo, los que denunciamos esos actos abominables y los que queremos que se sepan creo que no nos podemos quedar toda la vida rumiando eso, no nos podemos quedar toda la vida en el rencor y en el resentimiento, porque eso nos va a envenenar a nosotros mismos. Que se sepa y ya, y tampoco escribir, insistir y vengarse y señalar y señalar y pasarse la vida señalando… ¡Qué cansancio! No conviene, no conviene. Ya le he dicho, yo soy católico o cristiano sin serlo, y mi concepción del perdón es que uno no perdona al otro, es que lo bueno de perdonar es para uno, el otro que se joda; cuando uno perdona, es uno el que se libera.

Pero sí cree en la función crítica de la escritura.

Creo en la función de verdad, que la vida es compleja y hay que contarla, y hay que intentar llegar a la verdad, críticamente o como sea, pensando. Creo que sí, que la literatura no es un ejercicio inútil, pero, precisamente porque lo creo, creo también que el ejercicio permanente de la memoria, del rencor, del remordimiento, del resentimiento es pernicioso y que hay que parar en algún momento de la vida, e incluso de la vida de los países.

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