Harold Bloom, el canon del «Basta Ya»

Uno piensa que necesitamos estos sabios enrabietados que al final de su larga vida de enseñanza nos dicen la verdad, más allá de lo conveniente o de lo prudente, y sobre todo nos dicen que no dejemos de leer a los grandes. No por ellos. Por nosotros

Harold Bloom, en su casa de Manhattan en 2005 Corina Arranz

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Solo queda ya Georges Steiner, judío como Bloom, de entre los grandes críticos de Occidente. Llamo la atención sobre su condición de judíos porque en la obra de ambos, aparte de haber investigado la Torá o la Biblia, hay una constante vindicación de la memoria de los textos, algo muy unido al judaísmo. Harold Bloom se hizo famoso por su libro «El canon Occidental», un verdadero best seller de la crítica. Lo de menos era el canon de 26 autores, ausencias y presencias. Lo que le movió a publicar ese libro era el grito de «Basta Ya» que lanzaba este viejo profesor de Yale, sintiéndose uno de los últimos degustadores de los grandes textos literarios.

Las aulas de las grandes universidades americanas sustituyeron los estudios de la tradición de Literatura Comparada por los conocidos como «Cultural Studies», que el calificó, con escándalo de muchos (entre ellos, quien esto suscribe), como «Escuelas del Resentimiento». Las aulas se llenaron de lecturas feministas sobre autoras desconocidas, de aproximaciones de un vago sociología marxista sobre películas, o de una antropología poco solida sobre inmigración o sexualidad queer. Los objetos de estudio desde Shakesperare a Virginia Woolf se veían sustituidos por el cómic, el cine, o los videojuegos. Pero sobre todo comenzó a imponerse una lectura moral. Que Shaskespeare se viera desplazado como objeto de estudio en Harvard o Princeton por, qué se yo, los Simpsons y Cervantes por Almodóvar (son ejemplos reales, no se crean) parecía un problema de Shakespeare o de Cervantes, y lo es de los estudios de Humanidades y Literarios en particular, que han ido dejando de ser autoexigentes para con la especialización de sus miembros. Cualquiera hoy podía hablar, bastara que lo hiciera desde la corrección política asumida con lo que luego se ha ido demostrando formas de censura y tiranía o sustitución de un canon por otro. El sabio Bloom lo vio el primero, y quienes le criticamos aquel desplante hemos acabado comprendiendo que tenía gran parte de razón.

Antes y después de ese libro ha dado otros memorables. Subrayo tres: «La angustia de la influencia», sobre la necesidad que el poeta joven tiene de matar al padre, el genio antecesor, anidando en él. Otro gran libro es su «Shakespeare, o la invención de lo humano». Cuando lo lees no siempre estás de acuerdo con sus exageraciones, pero te aporta puntos de vista de genialidad lectora. Leyendo a Bloom uno piensa que ojalá lo hubiera tenido como profesor, porque encarna el amor a los textos, que se sabía de memoria, como si lo más importante que uno tuviera que hacer es repetirlos, transmitirlos a los jóvenes como herencia preciosa. Otro gran libro suyo, de los últimos que publicó (fuera de otros más comerciales o de circunstancias que hacía para ganar el dinero que precisaba para le futuro de su hijo discapacitado) fue «Anatomía de la influencia», que es un hermoso y profundo recorrido por la tradición de la poesía inglesa desde el Romanticismo a Walt Witman. Entregó en ese libro, ya con ochenta años, su testamento, su particular canon de la poesía escrita en inglés, entre las que Emily Dickinson formaba lugar especial. Uno piensa que necesitamos estos sabios enrabietados que al final de su larga vida de enseñanza nos dicen la verdad, más allá de lo conveniente o de lo prudente, y sobre todo nos dicen que no dejemos de leer a los grandes. No por ellos. Por nosotros.

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