Amin Maalouf: «Las turbulencias del mundo árabe han deteriorado el ambiente intelectual y político europeo»

El pensador francés presenta en España su nuevo ensayo, «El naufragio de las civilizaciones», en el que explora las causas y consecuencias de la crisis de Occidente

Amin Maalouf, fotografiado ayer en Madrid Isabel Permuy
Bruno Pardo Porto

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Amin Maalouf (Líbano, 1949) otea el mundo desde la sabiduría privilegiada que le ha otorgado su azarosa biografía: esa que le hizo vivir en primera persona el desmoronamiento del mundo árabe y que ahora le permite percibir los temblores, cada vez más evidentes, de su querida civilización occidental, que disfruta desde Francia. Con esa mirada ha escrito « El naufragio de las civilizaciones » (Alianza), un ensayo de tono casi lírico que intenta explicar por qué la ciencia y la tecnología progresan mientras las sociedades reman en la dirección contraria, aupando nacionalismos o repliegues xenófobos. «La sabiduría es un bien escaso en el mundo de hoy», lamenta con sonrisa agria después de dar un sorbo a su «cafecito».

—Propone en este libro que, mientras la ciencia mejora, nosotros, los humanos, nos desmoronamos en medio de una gran «crisis espiritual».

—Estamos atravesando un periodo de muy poca autoridad moral. Sería muy largo explicar cómo hemos llegado a este punto, pero no diría que es un fenómeno nuevo en la historia. Existe un verdadero abismo entre el desarrollo científico, tecnológico y económico, y el desarrollo de las mentalidades. En la actualidad tenemos los conocimientos y los medios para resolver todos los problemas. El único inconveniente que existe son las mentalidades: si conseguimos convencer a nuestros contemporáneos para que cambien su forma de comportarse se pueden resolver muchos problemas.

—Uno de esos grandes problemas que menciona en el ensayo es el de la desigualdad generada por el capitalismo, digámoslo así, sin correas, que ha proliferado en Occidente tras la derrota del comunismo.

—Creo que en el momento de la confrontación entre los dos grandes sistemas, el mundo occidental capitalista hizo un verdadero esfuerzo por dotarse de una dimensión social importante. El motivo era evidente: no querían dejar al mundo comunista el monopolio de la lucha en favor de los trabajadores. Y efectivamente los progresos en el mundo capitalista hacia una mayor igualdad, hacia una sociedad más justa, fueron reales. Pero tras la caída del comunismo, al desaparecer la competencia, el mundo capitalista ya no ha considerado imprescindible desarrollar su dimensión social. Y el suceso desencadenante que precede a la caída del comunismo, pero que preparó a las mentalidades para esa nueva actitud fue la revolución de Thatcher y de Reagan. Instauraron una especie de capitalismo sin complejos; asumimos la desigualdad, asumimos el hecho de que hay gente que va a ser aplastada por el sistema: solo importa el funcionamiento del sistema.

—Y hay muy pocas voces de peso que lo cuestionen.

—Los que cuestionan el sistema no tienen otra posibilidad. En un país como Francia, donde vivo desde hace muchísimos años, la gente que quería cuestionar el sistema ya no podía volverse hacia otro sistema, y a menudo han cambiado completamente de actitud y se han pasado a la extrema derecha. Evidentemente el modelo comunista no funciona, pero este modelo tiene límites. Y hoy los estamos percibiendo.

—Esa marginación de una parte de la sociedad que menciona, ¿puede explicar el aumento de la xenofobia y racismo que vivimos en Europa?

—El racismo y la xenofobia son un desastre para las propias poblaciones, no solo para las víctimas de ese racismo. Pero esas cuestiones no se pueden tratar solamente denunciando el racismo o la xenofobia. Si una parte de la población de Europa o cualquier otro sitio tiene miedo, no se trata de hacerles callar diciéndole «sois racistas». No. Hay que respetar el miedo de la gente. Hay que saber por qué tenemos miedo.

—¿Y por qué tenemos miedo?

—Porque vivimos en un mundo difícil, con mucha violencia, con grandes movimientos de población y con mucha incertidumbre con respecto al futuro. Mucha gente tiene la sensación de que su modo de vida está amenazado, de que su propia existencia está amenazada. Hay que tranquilizarlos, organizar las relaciones entre los diversos pueblos y culturas de una forma mucho más armoniosa.

—¿Diría que este miedo es lo que ha motivado el Brexit y el euroescepticismo?

—La globalización no se está gestionando de una manera sabia. Pero también hay problemas ligados a la forma en la que se ha gestionado la construcción europea: cómo se organizan las elecciones europeas, cómo se percibe a Bruselas… Uno de los problemas de Europa es que muchos gobiernos de todo el continente, tanto de izquierdas como de derechas, llevan años diciendo, cada vez que tenían que tomar una decisión impopular, «no podemos hacer otra cosa, es Europa quien nos lo impone». Eso ha afectado a la imagen de Europa: en muchos países existe la sensación, generalmente equivocada, de que en Bruselas hay una especie de monstruo totalmente insensible que nos da órdenes absurdas. Y ese sentimiento ha jugado un papel importante en el Brexit y ha minado la confianza que tenían los pueblos en las instituciones europeas, incluso en países masivamente favorables a la construcción europea.

—Después de las historia reciente de Europa, con todas las muertes que llevamos a la espalda, ¿cómo es posible que resurjan los movimientos nacionalistas?

—Uno de los motores del proyecto europeo, después de la Segunda Guerra Mundial, fue la constatación de que la vía de los nacionalismos no tenía sentido, de que había que construir algo juntos. Ese sigue siendo un factor importante que impide que Europa vuelva a caer en las garras de los demonios del pasado. Pero el debilitamiento del proyecto europeo que se ha ido produciendo durante los últimos cincuenta años ha hecho que las nuevas generaciones, que no tienen el recuerdo directo del pasado, reaccionen a preocupaciones inmediatas sin tener presente la imagen global de la historia europea.

—Sin embargo, el movimiento independentista catalán no es antieuropeo: es antiespañol.

—Sí, es muy distinto al Brexit. Es un problema que no conozco de forma profunda, pero mi preferencia es que la gente siga viviendo junta. La actitud sabia cuando hay comunidades en conflicto por temas culturales, como en Canadá o Bélgica, es instaurar un sistema que funcione y en el que se respeten todas las culturas. Esa es la idea de Europa: hacer convivir a pueblos distintos en un mismo conjunto político.

—Usted relaciona la crisis del mundo árabe con los problemas del mundo occidental. ¿Por qué?

—Cuando miras la evolución del clima político e intelectual en los países europeos se percibe un cambio llamativo: sociedades que tradicionalmente eran tolerantes, como los Países Bajos o Suecia, durante los últimos años se han cerrado, se han vuelto más duras. En ese proceso tiene que ver la violencia procedente del mundo árabe, que ha sacudido a las sociedades, y el fenómeno migratorio, que también contribuye a eso. Creo que las turbulencias del mundo árabe han contribuido mucho a deteriorar el ambiente intelectual y político de muchos países europeos.

—Le cito: «Antaño, quienes odiaban a los árabes eran sospechosos de xenofobia y de nostalgia colonialista; ahora, todo el mundo se siente autorizado a odiarlos con total tranquilidad de conciencia en nombre de la modernidad».

—A veces escucho cosas que hace veinte años habrían sido impensables, que se habían tachado inmediatamente de xenofobia o racismo. Hoy, debido a la imagen deteriorada del mundo árabe y de lo que ha ocurrido allí en las últimas décadas, la gente puede decir esas cosas sin que se asimilen con discursos xenófobos.

—¿Podría poner un ejemplo?

—Si alguien hace veinticinco años hubiera dicho que las sociedades del mundo árabe no respetan a las mujeres le habrían tachado de xenófobo. Hoy lo escucho a diario. Y la gente considera que es así. Eso produce un efecto cascada: mucha gente que ya tenía ganas de criticar al mundo árabe, pero que no podía hacerlo sin parecer xenófobo, hoy pueden hacerlo de forma completamente hostil.

—De hecho, esos discursos hostiles ya han llegado a la política con líderes como Trump o Salvini.

—Es este clima intelectual y político el que ha generado este tipo de personajes. No son ellos quienes han fabricado esta forma de hablar, como mucho la han reforzado.

—Decía antes que no hay una propuesta alternativa al modelo económico actual, que los que discuten el sistema se quedan en tierra de nadie: o te conformas o estás perdido. ¿Cree que nos hacen falta utopías?

—Sí, carecemos de utopías universales, pero creo que surgirán. O por lo menos así lo deseo. Y que no sean solo utopías: que sean visiones del mundo que tomen en cuenta los errores del pasado y defiendan un nuevo modo de convivir, un nuevo enfoque de la economía. Necesitamos una visión distinta de la que prevalece hoy día. Siento que es algo que se echa mucho de menos en el mundo de hoy. Estamos en un mundo de ideas brutas y de comportamientos brutos y necesitamos un nuevo idealismo.

—Visto lo visto, ¿tiene esperanza de que este naufragio de las civilizaciones no se llegue a culminar?

—Mi sensación es que vamos a atravesar un periodo extremadamente difícil, pero que no será el fin del mundo. Y después de eso habrá que reconstruir el mundo sobre nuevos cimientos.

—Así que todavía nos quedan cosas por destruir.

—No es lo que deseo, pero sí lo que preveo.

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