Umberto Eco durante una presentación en el Louvre en 2009
Umberto Eco durante una presentación en el Louvre en 2009 - AFP/Loic Venance
LIBROS

Umberto Eco, los estallidos de «il professore»

El 19 de febrero moría Eco, más que un semiólogo, un sabio. José Carlos Llop recuerda un encuentro con él y las obras que le convirtieron en pieza clave de la cultura europea contemporánea

Madrid Actualizado: Guardar
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La idea que se tiene en la adolescencia sobre los profesores universitarios es una idea muy Oxcam. Una idea «British», quiero decir. Su cultura impuso un modelo y este modelo es docto, inteligente y, a veces, estrambótico. Puede ser muy cercano hablándote de Jenofonte o de Palladio y muy lejano si le interpelas sobre el mundo de las mujeres. J. R. Tolkieno C. S. Lewis serían el arquetipo; más cerca -en casa, quiero decir- Caro Baroja, Martí de Riquer, Blecua padre, Gabriel Ferrater, Francisco Rico o Jordi Llovet. Aunque en la mayoría de ellos se cumpla lo de Jenofonte y Palladio, pero no lo del mundo de las mujeres.

Cuando se llega a la universidad, el primer choque es la aplastante realidad, tan alejada -pese a los nombres citados- de ese modelo.

Pero también es cierto que cuando se encuentran, a lo largo de la carrera, uno o dos profesores que se le aproximan o encajan en él, uno sabe que es en ese momento cuando ha llegado a la universidad y es en ese momento que adquiere la conciencia de ser universitario. Con todo lo que esto llegó a implicar en la cultura europea. Utilizo el pasado a conciencia.

¡Esto va en serio!

Conocí a Umberto Eco en un hotel de Toulouse. Miento: desayuné con Umberto Eco en el comedor de un hotel de Toulouse, hace diez años. Era la primera vez que estaba invitado a un festival de literatura en Francia. Había llegado la noche anterior a la ciudad y al bajar al comedor del hotel y ver a Eco y al Nobel Gao Xingjian cerca del bufé, di un paso atrás. ¡Esto va en serio!, pensé. Después supe que Gao Xingjian era el eterno invitado a festivales y exposiciones, pero lo de Eco, para mí, fue una excepcionalidad. No volvería a encontrarlo.

Me preguntó por Mallorca e inevitablemente citó a Llull, dijo algo así como «Il grande predecessore»

Umberto Eco se paseaba por aquel comedor -la cosa escenográfica italiana, imagino- como un gran capo, o un poderoso condotiero. Su físico lo era, poderoso; sus movimientos, estudiados y de gran aplomo; el aura que desprendía era generosa: ofrecía seguridad a quien supiera apreciarla, o quisiera tomarla. Nos sentamos juntos por azar y hablamos -poco- del viaje. Me preguntó por Mallorca e inevitablemente citó a Ramon Llull. Dijo algo así como «Il Grande Predecessore», pero no me hagan mucho caso porque aquellos días pasaron tantas cosas -y todas tan excitantes- que a veces mezclo y no distingo.

Saber universal

Después de la cortesía -Eco se manifestó tan imponente como encantador-, nos dispusimos a desayunar con quien nos acompañaba. Umberto Eco no correspondía al fenotipo oxoniense, pero -repito- desprendía esa generosidad del saber universal cuando lo es de verdad: saber y universal. No se fíen de un sabio tacaño: sólo es lo segundo.

¿Cuál es la importancia de Umberto Eco? ¿Por qué, o cómo un profesor piamontés de semiótica se convierte en una pieza clave de la cultura europea contemporánea? Intentaré aproximarme al baile. Umberto Eco fue un hombre de distintos estallidos. Quiero decir que algunas de sus obras provocaron, al aparecer, una gran onda expansiva. Nos desplazaban a los demás, mientras su fuente permanecía donde estaba. Pasó con «Apocalípticos e integrados en la cultura de masas» y pasó con «El nombre de la rosa», dos libros tan distintos.

Gran feria

En el primero, Eco estableció la relación entre la cultura popular y los medios de comunicación, por un lado y, por otro, la crítica de esa relación hecha desde la alta cultura. Acudía al viejo dualismo occidental -Leibniz al fondo- y su visión fue un éxito. En un frente se aceptaba la cultura de masas como el acceso de todos a la cultura y la aparición de la figura del consumidor de la misma: los integrados. En otro, los llamados apocalípticos se encastillaban en la idea de que son los medios de comunicación los que, por su propia naturaleza, mantienen alejada a la masa de la verdadera cultura. Y su resultado es que la sociedad se guía por una gran feria donde sólo rigen las leyes del mercado y la medianía.

¿Era nuevo el planteamiento de Eco? No del todo, pero incorporaba nuevos elementos: del pop al «kitsch». Pero su origen era familiar de la «Disputa de los libros», de Jonathan Swift -el combate entre clásicos y modernos-, en su disputa entre antiguos y modernos, o al estudio de dandis, mandarines y su contrario en «Enemigos de la promesa», de Cyril Connolly. Después de Superman, Lichtenstein, los Beatles o la sopa Campbell de Warhol, claro.

Así lo entendí yo al menos hará cuarenta años, que fue cuando los de mi generación leímos el libro de Eco. En los ochenta llegó «El nombre de la rosa» y con él otro fenómeno cultural. En esa novela daba la impresión de que Eco había conseguido un producto donde se fusionaba lo apocalíptico y lo integrado y su éxito fue brutal.

No hay otro adjetivo: nadie, en ese momento, se habría atrevido a pensar que una novela con páginas enteras en latín y un conflicto sobre el saber y el pecado original como argumento -más todos los guiños que ustedes quieran a Sherlock Holmes y a la cultura occidental y al intocable Borges al fondo- se convertiría en la novela más vendida -y leída instantáneamente- del siglo XX. O en una de ellas. Escrita -hay que recordarlo- no por un novelista, sino por un profesor, y eso se notaba.

El aura que desprendía era generosa: ofrecía seguridad a quien supiera apreciarla, o quisiera tomarla

Parecía una gran broma y algo de eso, siempre pensé que había sido. Pero qué broma tan inteligente y qué extraordinario acercamiento entre lo apocalíptico y lo integrado. Eco lo intentó después más veces, pero nunca lo logró como aquella vez primera. Sus siguientes novelas -desde «El péndulo de Foucault» a «El cementerio de Praga»- parecían visitas a una casa donde él -sólo él- se encontraba a gusto habitándola, pero ya no invitaban a quedarse en ellas. No existía en sus páginas aquel esplendor inaugural -e irónico- de «El nombre de la rosa».

Le gustaban las listas

La tercera -y más plácida- onda expansiva, fue la de sus listas. Las listas como esqueletos de la cultura occidental. A Umberto Eco le gustaban las listas. A mí también, mucho. Conozco a más gente a la que le pasa lo mismo. Se me ocurren ahora el pintor Dis Berlin, el novelista Modiano, los poetas Juan Manuel Bonet y Enrique Juncosa, el escritor Sánchez-Ostiz o tantos historiadores devotos de la intrahistoria, capaces de recrear una vida lejana a partir de un inventario de muebles, o una lista de ropa de casa, o las compras de vituallas en una familia del siglo XVI.

A Eco le gustaban mucho las listas -huella y sostén de la memoria- y en ellas -como en sus historias de la belleza o de la fealdad- acumulaba, con gran diversión y espíritu casi arqueológico -pero también con el carácter generoso del verdadero profesor-, las claves de la Europa que hemos conocido: la Europa de los libros y del arte y de la música. La Europa humanista. Lo mejor de lo que somos y olvidamos, y en ese combate contra la desmemoria estaba el Umberto Eco de las últimas décadas. Como el gran condotiero que conocí en Toulouse. El gran condotiero de la memoria, «il grande professore», el hombre que sabía que sólo somos lo que recordamos y que sólo a través de lo que sabemos podemos salvarnos de la debacle. Eco contra el alzhéimer de Occidente.

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