Margarita Valencia - Constelaciones

Todos eran criminales

En la próxima Feria Internacional del Libro de Bogotá participará el escritor mexicano Julián Herbert. Margarita Valencia nos propone un repaso a su obra, junto a la de otros autores como Fernando Vallejo y Antonio Ortuño

Margarita Valencia
Madrid Actualizado: Guardar
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Se anuncia para la Feria del Libro de Bogotá la presencia del poeta y narrador mexicano Julián Herbert (1971), y empiezan a conseguirse sus obras por estos lares: «Álbum Iscariote», un desconcertante y bello tomo de poesía publicado por la editorial mexicana Era en 2013; «La casa del dolor ajeno» (Random House, 2015), libro que el autor define como «crónica de un pequeño genocidio»; y «Canción de tumba», la segunda novela del poeta (Random House, 2011). Unos años antes había publicado en México «Un mundo infiel», recientemente reeditada en Barcelona por Malpaso Ediciones. «Canción de tumba» recibió el XXVII premio Jaén de Novela, que en 2002 fue otorgado a la novelista cubana Ena Lucía Portela por otra novela excepcional, «Cien botellas en una pared».

«Canción de tumba» es una novela descarnada y sorprendente, francamente anclada en lo autobiográfico para, desde allí, dejar constancia de la inexistencia de un refugio o de un fundamento. Estamos a la intemperie, proclama el narrador, y nada es lo que parece ser: «De niño me llamaba Favio Julián Herbert Chávez. Ahora me dicen en el registro civil de Chilpancingo que siempre no. Así que todos mis recuerdos infantiles vienen, fatalmente, con una errata».

El protagonista vela a su madre moribunda, y al pie de su cama va dejando constancia del mundo que lo rodea.

Sobre el sistema de salud: «Estuve largo rato rebotando entre enfermeras, doctores, escritorios y tanques de oxígeno mientras la escuchaba gritar ‘Qué me hacen, no me haga eso, por favor’».

Sobre la familia: «La Gran Familia Mexicana se desmoronó como si fuera un montón de piedras, Pedro Páramo desliéndose bajo el cuchillo de Abundio».

Sobre la patria: «En esta Suave Patria donde mi madre agoniza no queda un solo pliego de papel picado».

Anhelo erótico

La literatura latinoamericana de mediados del siglo pasado urdió la identidad nacional con los hilos de la confrontación política: la historia que cuenta la novela del «boom» es la historia de la injusticia y del despojo pero también la historia de la rebelión, de la afirmación violenta (y en últimas inútil) de la identidad nacional. La prosa latinoamericana del siglo pasado amalgama el anhelo erótico y el anhelo de la pertenencia, esa poderosa combinación de amor y patriotismo que Doris Sommer descubre y explica en «Ficciones fundacionales». Una vez alcanzada la mayoría de edad en la década de los sesenta, el desencanto, como era previsible, se coló por las rendijas de la precaria construcción.

El colombiano Fernando Vallejo es el vocero más notorio de este desencanto, que en su caso es desgarramiento. «De pequeño descubrí que Colombia era un país asesino, el más asesino de todos», afirmó en 2007 a raíz de su renuncia (temporal) a la nacionalidad colombiana. «Luego me di cuenta de que era un país atropellador y mezquino, y ahora -con la reelección de Álvaro Uribe-, descubrí que era un país imbécil, y ahí solicité mi nacionalización en México, que me dieron la semana pasada». En «El desbarrancadero» (Alfaguara, 2001), el odio intenso y el amor se turnan o se entrelazan en la historia de la muerte de Darío, hermano del protagonista, en la cual confluyen todas las muertes: «Esa noche fue la última: al amanecer me marché para siempre de esa casa. Y de Medellín y de Antioquia y de Colombia y de esta vida. Pero de esta vida no, eso fue unos días después, cuando me llamó Carlos por teléfono a México a informarme que le acababan de apurar la muerte a Darío… Y en ese instante, con el teléfono en la mano, me morí».

Tanto Vallejo como Herbert prescinden de las formas tradicionales de la novela y se niegan a proponerle al lector el antiguo pacto de la suspensión de la incredulidad. Lo retan, más bien, a buscar nuevas formas de leer que evitan la empatía, que no invitan a la inmersión en lo ficticio sino que proponen la incomodidad como detonante de la actitud crítica. Los datos autobiográficos se entremezclan con la ficción, con el delirio, con la exageración, con la diatriba, y en cada página se pone a prueba la solidez de un género, la novela, que en sus versiones más tradicionales parece no alcanzar para decir todo lo que hay que decir.

Mujeres infieles

Pero aún no es hora de anunciar la muerte de la novela, como resulta evidente en «Méjico» (Océano/Hotel de las Letras, 2015). La obra más reciente del joven narrador mexicano Antonio Ortuño (Zapopan, 1976) empieza en Guadalajara en 1997, y se anuncia como un narconovelón, con mujeres infieles, asesinatos y paquetes misteriosos. Vuela hacia atrás, hacia Veracruz en 1946, y ahora la escena ya no es tan obvia: hay republicanos españoles recién llegados, pero nada allí es previsible; las convicciones políticas salen a colación pero van untadas de sordidez, de resentimiento. Más hacia atrás, Madrid 1923, aparece Ramón, un anarquista convencido, último bastión de una convicción política semiinformada y biempensante, más bien ingenua (a su entierro asiste Durruti). Los jóvenes que revolotean a su alrededor, y que echarán a andar la trama, están más interesados en la nieta y en la merienda que en la ideología, y su ocupación fundamental será la supervivencia.

El mapa de la novela incluye a Colombia, cómo no, y a lo largo y ancho de setenta años y dos continentes, Ortuño se esconde tras una narración deliciosamente tradicional para socavar sin piedad y sin tregua los mitos políticos, las historias de heroísmo rosa, las nostalgias nacionales. Mientras Herbert y Vallejo se aferran al afecto como tabla de salvación, Ortuño mira con escepticismo desde la barrera y concluye sin muchos aspavientos y ningún sentimentalismo: «Los hombres, desde Caín, sólo han conseguido parecerse en algo: todos son criminales. Forajidos ganándose el jornal».

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