LIBROS

Luc Sante y la chusma de París

El ensayista reivindica la vida salvaje de las ciudades en «El populacho de París», un viaje a los rincones más inmundos de la capital

Jaime G. Mora

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Luc Sante (Bélgica, 1954) añora las ciudades salvajes. Esa combinación de decadencia, sordidez y pobreza le resulta mucho más atractiva que las modernas urbes con calles geométricas y rectilíneas, empeñadas en tratar a sus habitantes como una masa amorfa que no debe mezclarse con la chusma. «El pasado, con todos sus inconvenientes, era salvaje», dice. «En comparación, el presente está domesticado».

Los reformadores urbanos, al transformar las calles en meros lugares de tránsito, han finiquitado una forma de vida en la que los barrios eran soberanos, perfectamente delimitados y autosuficientes, cada uno con su particular colección de excéntricos, indigentes, clérigos, sabios, matones, viudas, manitas, ancianos, estafadores y metomentodos».

Nacido en Bélgica pero criado en Nueva York, Sante conoció el Manhattan cochambroso de los años 70, antes de que lo convirtieran en un gran parque temático. En « Bajos fondos » exploró el origen de ese universo desaforado, que desde 1840 y hasta principios del siglo XX cobijó a rateros de todo tipo. Una vez retratada su ciudad perdida en el que fue su primer libro, en 1991, ha querido hacer lo mismo en « El populacho de París » (Libros del K.O.) con la capital del siglo XIX, o «la capital de las contradicciones».

En ese París del cambio de época, escribe, «existía la opción, para quien lo deseara lo suficiente, de burlarse de las directrices de la moda, del progreso y de la autoridad, y buscarse un camino excéntrico y propio». Era el reino de los «flâneurs», esos seres errantes cuyo oficio era «casarse con la multitud», como detalló Baudelaire , que encontraban «su hogar en la multitud, en el flujo, en el movimiento, en lo pasajero e infinito». Sante sigue sus huellas, porque ellos explican la historia de París. Ellos y los «clochards», vagabundos que por la noche dormían bajo los puentes pero durante el día vestían con camisa y chaqueta para gorronear, pedir y, si era necesario, robar, siempre con estilo. «Cuando llega el invierno, caen como moscas, porque hace frío y no llevan suficientes chaquetas», recoge Sante, que también dedica un capítulo a las prostitutas, cuya «cultura» ha estado tan asociada a la capital francesa «que casi podríamos pensar que se inventó allí».

Todas estas variedades del parisino callejero se daban cita en los bulevares, donde había cafés, tiendas y restaurantes, y espectáculos de acróbatas, exhibiciones de magos y casetas de frikis. El espíritu anárquico estallaba en los tumultuosos carnavales o buscaba acomodo en los «cafés-concert», donde se podía fumar, beber cerveza negra y coquetear con prostitutas al son de la música de las orquestas.

Los parisinos compartían también un decidido entusiasmo contra las autoridades: el XIX fue un siglo con continuos motines e insurrecciones. «Incluso hoy en día –escribe Sante–, con la ciudad fuera del alcance incluso de la clase media, y con sus problemas sociales exportados a la "banlieue" y a las provincias, París sigue siendo a menudo escenario de todo tipo de manifestaciones y huelgas».

Todo empezó a cambiar cuando a Georges-Eugène Haussmann le dieron las llaves de la nueva ciudad: demolió más de veinte mil casas y, poseído por «la religión de la línea recta», derribó barrios enteros. El sesenta por ciento de los edificios de París se vieron afectados por un plan urbanístico que completarían la Tercera República y luego Pompidou y Malraux . Y aquella ciudad salvaje añorada por Sante se convirtió en la ciudad del amor.

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