Juan Manuel de Prada - Raros como yo

Sangre talada

Remigio González, Adares, fue el último bohemio, un poeta cuyos versos olían a «surrealismo de hogaza»

Juan Manuel de Prada
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En mis años de estudiante en Salamanca, a eso del mediodía, instalaba su puestecillo portátil cerca de la Plaza Mayor el poeta Remigio González, alias Adares (1923-2001). Adares (su seudónimo era una especie de acróstico, formado por las letras iniciales de un puñado de versos suyos) había incorporado a la silueta de la ciudad su perfil de viejo perpetuo, con la nariz abollada por los coscorrones de la vida, la barba fluvial y profética, la boca copiosa y erudita de endecasílabos. Cuando yo lo conocí, era un anciano golpeado por el parkinson y desmigajado de intemperies; pero había en él un coraje lírico o recia locura que lo obligaba a seguir ofreciendo cada día su mercancía de folletos poéticos, con la que iba reuniendo unas pesetillas que le permitían publicar otro folleto, y así hasta que las metáforas se le quedaron afónicas, que no fue hasta que su corazón dejó de latir.

Adares vestía sahariana, gorra visera y un fular que servía de venda a su garganta, abrasada de tanto recitar versos. Su fisonomía evocaba vagamente la de un Walt Whitman de secano; y escribía una poesía versicular y visionaria, con algo de escritura automática y algo de socarronería cazurra. Aníbal Núñez, el gran poeta maldito, escribió sobre él: «Por fin un surrealismo de hogaza (como aquel de Vallejo) que no huele a coartada académica». La poesía de Adares tenía el perfume de la madera que no conoce la garlopa, el perfume de la jara y la resina, el perfume de la leche recién ordeñada y de la boñiga recién cagada; y daba gloria olerla, indemne a los academicismos.

Cuadros y cantes

Había nacido, allá por 1923, en Anaya de Alba, hijo de un carromatero y de una madre que sacaba unas monedillas cantando por las iglesias. Benjamín de nueve hermanos, desde niño tuvo que espabilarse para que no le madrugaran el condumio, y vistió siempre ropa heredada. De una abuela cieguita y muy coqueta, con su ojo de cristal relumbrando en la penumbra y su trenza postiza como una serpiente dócil cayéndole sobre los hombros, aprendió a recitar versos tal vez inventados; y así le cogió gusto a la poesía, que empezó a cultivar ya cuarentón de forma torrencial, en opúsculos que tenían el mismo sabor áspero de su biografía: «Sangre talada», «La barrila», «No me preguntéis de dónde soy llegado», «Romances tropezados por la luna». En los cafés gargajosos y sonámbulos, en las tiendas con olor a ultramarinos, en los lupanares del barrio chino, Adares era reverenciado como un tótem; y los mendigos y los yonquis se aproximaban a él con unción, como si fuese un santito de peana, mientras las guiris le enseñaban un poco las bragas, para que se le alegrasen los ojillos.

Niño solitario y andarín, al que gustaba perderse en el monte para saquear panales y nidos, Adares trabajó desde muchacho en lo que pudo, a veces como mozo de siega, a veces como mulero o rabadán. Pero lo que de verdad le gustaba era juntarse con los gitanos en las fiestas de los pueblos. Así se hizo cantaor de flamenco, con mucho jipío y jeribeque, y también pintor de cuadros de santos y de toros, que no se vieron mejores desde tiempos de Orbaneja. Hasta que, con casi cuarenta años, emigró a Francia y se puso a trabajar en una fundición de acero, cerca de Lyon.

Adares era reverenciado como un tótem; y los mendigos y los yonquis se aproximaban a él con unción

Fue allí donde lo sorprendió el demonio de la poesía, que brotaba de su pluma abrupta y candeal, habitada por igual de los paisajes de la infancia y de aquelarres bárbaros. Su primer poema, un romance de largo aliento, se lo dedicó a su vieja maleta, que lo había acompañado en sus trashumancias y estraperlos, en la que «guardaba los chorizos / que del pueblo me mandaban». Luego, ebrio de frenesí creador, celebraría en sus poemas los carros de heno, las posadas de los caminos, las zagalonas que habían perfumado de lujuria su juventud, en versos que parecían cortados a hachazos.

Desde que publicara su primer poemario, «Sangre talada», allá por 1977, hasta su muerte, Adares entregó a las imprentas más de treinta títulos, un bosque de versos donde la poesía salta, brusca como una liebre, allá donde menos se la espera, con esa belleza derrochona de las cosas que son bellas sin saberlo.

Cartas de guiris

Había alcanzado la gloria local; y presumía de que las guiris que compraban sus libros le escribían luego, desde Boston o Ámsterdam, unas cartas llenas de insinuaciones y ensoñaciones, sin más leyenda en el sobre que un escueto: «Al poeta Adares. Salamanca». Y las cartas le llegaban siempre.

Al declinar la tarde, las medicinas que le aplacaban el parkinson dejaban de hacer efecto, y Adares guardaba sus opúsculos en un fardel, antes de perderse por las callejuelas incendiadas de crepúsculo, con unos andares ruinosos que eran casi un trotecillo cochiquero. Era el último bohemio, superviviente de una raza extinta que confundió la poesía con la voz del viento. Todas las piedras de Salamanca se sabían de memoria sus poemas; y cuando Adares murió empezaron a susurrarlos por la noche, en un responso fúnebre que nunca cesa.

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