Manu Leguineche (con sombrero), junto con sus hermanos Rosa y Benigno. Brihuega (Guadalajara), 2011
Manu Leguineche (con sombrero), junto con sus hermanos Rosa y Benigno. Brihuega (Guadalajara), 2011 - Gervasio Sánchez
LIBROS

Leguineche vuelve a viajar

La recuperación de varios títulos -«El camino más corto» y «El precio del paraíso» (Ediciones B)- de Manuel Leguineche rescata una manera de hacer periodismo que, desgraciadamente, está casi olvidada y que merece la pena recuperar

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Me gusta la apuesta por reeditar las obras descatalogadas de los autores fallecidos. Seguro que exagero pero mi noticia preferida de 2016 fue la reedición de «El camino más corto» de Manuel Leguineche por Ediciones B. El libro llevaba años agotado y era casi imposible encontrarlo en librerías de segunda o quinta mano. Sé de personas que rebuscaron y nunca lo encontraron. Sé de alguna persona que hizo un gran esfuerzo económico por conseguir un ejemplar. «He pagado mucho pero ha valido la pena», me comentó un buen amigo hace tres años pocas semanas después de la muerte del gran escritor y periodista vasco.

Quizá me estoy volviendo sentimental con la edad, pero hay libros que marcan a un aprendiz de periodista. A mí me marcó «El camino más corto», me cautivó la forma de narrar aquella trepidante vuelta al mundo en automóvil de un joven de poco más de 20 años que deseaba huir de la España casposa ahogada en el franquismo.

También me atrapó «El precio del paraíso», reeditado por Ediciones B en octubre de 2016, la increíble historia de Antonio García Barón, que perdió dos guerras, la española y la mundial, que sobrevivió cinco años en el campo de concentración de Mauthausen y que vivió décadas en lo más oculto de la Amazonia boliviana. Me lo leí de un tirón hace 20 años y hoy me sigo preguntando: ¿Por qué nadie se ha interesado por llevar al cine a este personaje de leyenda? ¿Por qué los españoles somos tan rácanos cuando se trata de reconocer a personajes tan admirables?

El libro que más me gusta, porque es el más crítico y funciona como un puñetazo, es «La tribu», la radiografía de una profesión que ya a finales de los setenta mostraba más sombras que luces. El libro está repleto de situaciones desoladoras en las que el periodista se comporta de forma inmoral y donde la piedad está casi siempre ausente.

Muerta y fosilizada

Leguineche, en boca de uno de los personajes, machacaba: «La profesión está como muerta, fosilizada, ha perdido la curiosidad y la pasión por la historia». Ya era un adelantado en 1980 y se atrevía a hablar de la extinción del periodismo escrito y la robotización de los periodistas. «El periodista es un burócrata, un cibernético, un apéndice del computador, con sus vídeodatos y sus pantallas que te dejan ciego poco a poco», reflexionaba uno de los protagonistas.

¡Viva le reedición! Enhorabuena a Ediciones B por seguir reeditando las obras de Manu Leguineche. Nos llegan tres nuevos/viejos libros: «Yo pondré la guerra», sobre las manipulaciones del magnate William Randolf Hearst en la guerra de Cuba de 1898, que le permitió potenciar su imperio y seguir vendiendo diarios a destajo. Según decían, «era capaz de matar a alguien con tal de subir la tirada de sus diarios». «Hotel Nirvana», la vuelta a Europa por los hoteles míticos de 24 ciudades en los que aparecen «las personalidades que se alojaron en cada uno de ellos y los sucesos que se desarrollaron en sus habitaciones». Y «El club de los faltos de cariño», el último libro que publicó en 2007, y que así celebró Javier Barreiro: «El libro de un sabio, de un hombre que camina despacio, de un jubilado que, con un escepticismo cordial y amigable, nos cuenta sus conversaciones, sus reflexiones, que a menudo derivan en aforismos, su visión de la tierra, del pasado, su visión de sí mismo».

Manu Leguineche tenía como objetivo «escribir la verdad y jugar limpio»

Estos libros son de lectura obligada. Cada página te desliza por un tobogán de datos que te impulsan a seguir leyendo. Son libros enciclopédicos, libros-faros que alumbran los largos caminos de un oficio que vive tiempos muy oscuros con los medios de comunicación apuntalados por poderes ajenos a nuestra profesión.

Conocí a Manu cuando estaba en la plenitud de la vida y pude visitarlo muchas veces en su casa de Madrid y, posteriormente, en Brihuega (Guadalajara). Su método de trabajo era sencillo y eficiente. Trabajaba ininterrumpidamente durante jornadas maratonianas. Consultaba docenas de libros antes de plantearse un libro y se empapaba de los textos que recortaba de docenas de revistas y periódicos. No era elitista. Leía la prensa de referencia en inglés, francés y español, pero también olfateaba buenas historias en la prensa regional. Su cuarto de trabajo estaba repleto de bandejas rebosantes de recortes. Era único a la hora de organizar el caos de datos y siempre conseguía que aquel puzle de papeles se transformara en un libro estructurado, un reportaje de profundidad o simplemente una columna que se leía de un plumazo en decenas de periódicos.

Aviones y trenes

En una fantástica entrevista realizada por Daniel Entrialgo y publicada en el dominical de «El Periódico» de Cataluña en 2007, Manu Leguineche explicó las razones por las que quizá empezó a viajar: «De niño, en mi aldea, me quedaba embobado con los aviones que cruzaban el cielo, me encantaba ver los pájaros migratorios y era feliz viendo la salida del tren. Mi madre le pedía al jefe de la estación que me dejara el silbato y yo, muy marcial, acompañaba con un pitido el adiós del convoy». Decía Miguel de Unamuno que «se viaja no para buscar el destino sino para huir de donde se parte». O quizá «viajamos para cambiar, no de lugar, sino de ideas», como aseguraba el escritor francés Hippolyte Adolphe Taine. El poeta portugués Fernando Pessoa llegó a decir que «los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos».

Por todo ello y porque necesitaba «oxígeno, una cura psicoanalítica en forma de viaje, sensaciones nuevas, abandonar mi piel y mudarla como una serpiente», se embarcó en aquel viaje en 1965, el camino más corto, que duró toda la vida porque nunca dejó de viajar ni siquiera cuando la enfermedad lo tenía atado a una silla de ruedas. Aquel primer viaje de ensueño que formó al gran periodista que metía en la maleta «muchos libros, pasta de dientes y una radio de onda corta» y que tenía como objetivo «escribir la verdad y jugar limpio».

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