RAROS COMO YO

Lo irreparable

En el Madrid de inicios del siglo XX, Gonzalo Seijas fue un bohemio de primera, excelso sablista y magnicida por asociación

Moto usada en el asesinato de Eduardo Dato, por el que Seijas acabó en la cárcel
Juan Manuel de Prada

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Gonzalo Seijas había nacido –según nos enseña Emilio Cerrere – en alguna aldea gallega, en torno a 1885. Con apenas dieciocho años se trasladó a la capital, dispuesto a embarcarse en absurdas andanzas cortesanas y a colaborar activamente en los periódicos con artículos perfumados de meigas y morriñas . Por entonces, la estampa de Seijas recordaba bastante al Rodolfo de Mürger : alto y delgado, su cuerpo se bamboleaba al andar con una cadencia sonámbula; sus ojos entornados, medio azules, medio verdes, recordaban la tonalidad del ajenjo; y un bigotillo rubio suavizaba la línea de unos labios donde la alegría parecía llanto y el llanto sonrisa. ¿De dónde nacía su melancolía? No del hambre que le rugía en las tripas como un león con piorrea, ni de la soledad casi eremítica que pesaba sobre sus párpados, ni siquiera de su anonimato o escasa relevancia literaria . Gonzalo Seijas había amado a una muchacha de su aldea con ese amor arbitrario y platónico que sólo practican los solitarios; y el rechazo sufrido le había infundido una suerte de tristeza dulce que acabaría degenerando en bellaquería y mordacidad .

Para agilizar esta labor, Gonzalo Seijas elaboró un catastro de víctimas ordenado alfabéticamente , con sabrosas notas al margen, en el que llegó a censar a cerca de cuatro mil. Este catastro, que circuló a modo de devocionario entre el gremio de garduñas en copias de caligrafía destartalada, alcanzó tal éxito que Seijas empezó a cobrar comisiones a quienes lo utilizaban como guía para ablandar donantes. Se cuenta que el mismísimo Pedro Luis de Gálvez lo utilizó como falsilla para escribir su alucinante « El sable. Arte y modos de sablear » (1925), uno de los libros más caninos, desgarrados y sinvergüenzas de nuestra literatura.

Del fracaso a la rapiña

En 1914, apadrinado por Carrere y Zamacois , publica «La confesión», libro de relatos envuelto en un aroma casi póstumo, heredero de Daudet , que contiene títulos merecedores de la reimpresión, junto a otros que nos aturden con su faramalla modernista. Quizá porque Seijas postulaba una actitud estética obsolescente, quizá porque los libreros no accedieron a exhibirlo en sus escaparates –dada su fama trapacera–, «La confesión» mantendría casi intacta su tirada . Inasequible al desaliento, Seijas recopilará entonces las migajas de su pundonor en «Lo irreparable» (1915), un boceto de comedia escrito en colaboración con José Reygadas , periodista fullero y habitual de esos banquetes en los que se reparten las canonjías literarias. Pero tampoco este segundo asalto a las imprentas rendirá frutos. Y Seijas, despechado, renegará entonces de la literatura , para encomendarse a la rapiña con devoto nihilismo. A veces, cuando la recaudación de los sablazos le permitía estos dispendios, derrumbaba su cuerpo entumecido sobre los jergones de la pensión de Han de Islandia, la más piojosa y gargajosa de todo Madrid.

Su decálogo de «víctimas» propicias para sablazos tuvo gran éxito entre sus coetáneos

Hacia 1918 Seijas participaba de un negocio sórdido instalado por unos enterradores en la calle del Pez, donde se vendían por precios módicos ropas recién despojadas a los cadáveres del cementerio del Este . De estas transacciones macabras vino a rescatarlo una paisana, algo jamona y muy dadivosa de su belleza, que regentaba una pensión en la plaza de los Mostenses, donde algunos años más tarde se hospedarían tres catalanes de aspecto cetrino y mirada huidiza: se llamaban Mateu, Casanellas y Nicolau ; y tripulan una moto con sidecar, en cuyo fondo guardaban una ametralladora bien provista de munición que descargarían contra Eduardo Dato , jefe del Gobierno y artífice de una ley de fugas que favorecía el gatillo fácil contra los anarquistas. A Gonzalo Seijas, amancebado con la dueña de la pensión, lo detuvieron por encubridor y lo condenaron, tras juicio sumarísimo, a cadena perpetua en un presidio o fortaleza de Mallorca famoso (pero tal vez sea una leyenda) por las depuraciones periódicas que su alcaide organizaba, para renovar la población penitenciaria.

Seijas se extinguió en fecha indeterminada, seguramente a manos de sus carceleros , que se entretenían ejercitando con los presos el tiro al pichón. Nadie denunció su muerte ni profirió epicedios sobre su tumba: después de todo, Seijas había sido un desclasado, incluso en el estamento más subterráneo de la bohemia .

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