«Mademoiselle Géraldine, célebre gimnasta», de Crayón
«Mademoiselle Géraldine, célebre gimnasta», de Crayón
125 AÑOS DE «BLANCO Y NEGRO»

Inés Martín Rodrigo: «Salto al vacío»

Trapecios para actuar, para volar, para morir. Dos separan 1891 de 2016: el de «Mademoiselle Géraldine, célebre gimnasta», de Crayón; el de «Salto al vacío», de Martín Rodrigo

Madrid Actualizado: Guardar
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Era la primera vez que Marta iba al circo. Había soñado con el espectáculo que se oculta tras la carpa, con sus trapecistas, sus mujeres barbudas, sus enanos tragafuegos, sus domadores y sus animales salvajes tantas veces que cada noche, al meterse a la cama, hacía un dibujo de aquella ensoñación, como si quisiera apresarla, temerosa de que la fantasía no acudiera a su rescate. Día tras día, desde que cumplió cinco años, procedía al mismo ritual. Tras besarla en la frente, poco después de que el reloj del campanario diera las nueve, su madre dejaba entreabierta la puerta del dormitorio y la observaba coger lápiz y papel. No necesitaba colores. Por entonces, Marta ya veía la vida en blanco y negro.

Con el pasar de los años, los trazos se fueron afilando, como su personalidad, y los folios, apilados en la mesilla, llegaron a conformar un guión sin final. Miedosa de que los perdiera, entre el ordenado caos que reinaba en aquella casa, Elena compró a su hija una carpeta para que los guardara en uno de sus últimos viajes a Lisboa. Del siguiente, no regresó.

Era la víspera del décimo cumpleaños de Marta. Su madre le había prometido que, a su vuelta, irían al circo, que aquellos días se había instalado a las afueras del pueblo. Marta estaba tan nerviosa ante los acontecimientos que, por fin, cobrarían vida tras permanecer tantos años encerrados en la cuartilla, que aquella noche Insomnia ganó la batalla a Oniria. Fue la primera noche de un millón de noches, del resto de noches de su vida.

Era la víspera del décimo cumpleaños de Marta. Su madre le había prometido que, a su vuelta, irían al circo

Probó tantas posturas que, al levantarse, tenía las mismas agujetas que si se hubiera pasado la noche corriendo. Huyendo. ¿De ella misma? ¿De su pasado? De su futuro. El futuro había salido a su encuentro, brutal y traicionero, antes de tiempo. Mucho tiempo después, Marta, convertida ya en insomne racional, envidiaba mi suerte. Yo era capaz de dormir hasta el hartazgo sin desprenderme de la misma postura que había adoptado al meterme a la cama, junto a ella, en aquellos primeros días en los que se dejaba abrazar. Tras desentumecerse, Marta se dirigió a la cocina, con los ojos rojos, socavados por ojeras y repletos de legañas. Entonces vio a su padre, aferrado a una taza de café. Nicolás no solía desayunar, y mucho menos tomar café. Su hija se aproximó por detrás y le puso la mano en la espalda. Estaba temblando y, al notar el contacto, se estremeció y dejó caer la taza, que se rompió en mil pedazos contra el suelo. El líquido se esparció por las baldosas, que se tiñeron de negro, adelantándose al luto que quedó, para siempre, instalado en aquella casa. Había sido un mal adelantamiento. Un conductor despistado se llevó por delante el coche que venía de frente. El coche que conducía Elena.

A cámara lenta

Las palabras salieron de la boca de Nicolás a borbotones. Su hija iba escuchándolo e imaginaba la secuencia, a cámara lenta. Cuando terminó, abrazó a su padre, empapado en lágrimas, incapaz de sostenerse en pie. Lo llevó a su cuarto y lo metió en la cama, donde la ausencia de Elena había dejado un surco que aún exhalaba su perfume. Un dulce aroma a sándalo y rosas. El entierro no sería hasta el día siguiente, así que su padre decidió que aquella tarde irían al circo, como estaba previsto. Como Elena hubiera querido. Fue allí donde conocí a Marta. Mis padres y los suyos eran buenos amigos, pero yo estaba interna en un colegio de monjas en Salamanca. Al verla, puse nombre a la tristeza. Y, desde entonces, no pude dejar de mirarla. Me cogió la mano, con fuerza, nada más sentarnos, y no la soltó hasta que no terminó el espectáculo, con la trapecista saltando por los aires, sin miedo al vacío.

Pasaron los años, sin que la vida transcurriera, en realidad, para Marta, y yo permanecí a su lado. Buscamos el destino más alejado de su pasado que mi trabajo nos permitiera. Alquilamos un pequeño estudio, en Brooklyn, y durante un tiempo hasta creí que seríamos felices. Pero todo fue un espejismo, como el maquillaje que Marta usaba para camuflar los golpes, que ella misma se propinaba. Yo fingía creerla, y seguía respirando. Hasta aquella tarde. Pasaba muchas horas fuera de casa. El trabajo me absorbía demasiado, aunque en realidad era un refugio ante la asfixiante atmósfera que nos rodeaba. Al llegar, no tuve que girar la llave en la cerradura. Bastó con empujar la puerta, y entonces lo vi. Vi la ventana del salón abierta, de par en par. Sobre el techo Marta había colocado, como si lo hubiera dibujado en uno de sus folios, el columpio de una trapecista. De la trapecista que vimos aquella tarde en el circo. Y había saltado. Sin miedo al vacío.

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