Escena de la serie de televisión «The Wire», de la que fue guinista Ricard Price
Escena de la serie de televisión «The Wire», de la que fue guinista Ricard Price
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«Los impunes», Richard Price (des)hace justicia

Un «thriller» urbano a secas y sin complicaciones, eso es lo que quería escribir el guionista de «The Wire», Richard Price. Pero le ha salido un policiaco de infarto

Madrid Actualizado: Guardar
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En su reseña para «Los impunes», Michael «Harry Bosch» Connelly cuenta que, hace muchos años, en una entrevista, a Richard Price le preguntaron por qué perdía tanto tiempo escribiendo guiones para filmes «noir» o novelas policiacas. Y, entonces, Price respondió lo que responderá mañana o el año que viene. Algo referente a que, cuando le das muchas vueltas a un crimen, acabas conociendo toda una ciudad y a quienes la habitan.

Lo interesante, a la hora de «Los impunes», es que Price (Bronx, Nueva York, 1949) se había propuesto despachar algo fácil y rápido y eficaz. Algo más cercano a un «thriller» contenido que a la amplia resonancia social de sus obras mayores. De ahí que, en Estados Unidos, Los impunes se publicase bajo el transparente alias de «Richard Price writing as [escribiendo como] Harry Brandt».

Gatillo caliente

Pero, claro, Price se tomó mucho más tiempo del que pensaba y «Los impunes» acabó siendo -aunque más aerodinámico de lo habitual- un libro inequívocamente marca Price que, además, fue celebrado por la crítica como uno de sus mejores trabajos. De ahí que Price, arrepentido de haber querido ser otro finalmente igual a él, haya decidido que, fuera de casa y en la próxima encarnación «paperback Made in USA», Brandt no exista. Y que esta -su novena novela- aparezca aquí con su nombre, con el nombre con el que, seguramente, firmará el guión de la película ya en trámite.

Más allá de lo anterior, «Los impunes» es un novela procesal de primera clase. Y una novela con la habitual ambición de Price ya desde la portada. Su título original -«The Whites»- alude a la feroz blancura de la inalcanzable ballena de Herman Melville y, a la vez, es jerga de comisaría. «Los Blancos» son aquellos monstruos que se las arreglaron, en los años noventa, para escapar a los arpones y pistolas de un puñado de curtidos policías -seis hombres y una mujer, alguna vez amante del protagonista, Billy Graves- conocidos como «Los Gansos Salvajes» en un «precint» al sur del Bronx; «Gansos» que, en más de una ocasión, furiosos como «como dioses vengadores», actúan más allá de las reglas.

Una novela llena de ambición, uno de los mejores trabajos del escritor norteamericano

Entre ellos, el entonces joven Billy Graves, quien disparó accidentalmente contra un joven de diez años durante un tiroteo con un traficante. Los periódicos lo tomaron como buen titular y mal ejemplo. Mucho después, con cuarenta años, el sargento Graves, a quien se considera un «gatillo caliente», ha pasado de un puesto a otro hasta recalar en el turno de noche, cubriendo las calles oscuras entre Wall Street y Harlem en el horario en el que todos parecen volverse más o menos locos. Pero cualquier cosa es mejor que soportar la tortura de su esposa y madre de sus dos hijos, cada vez más proclive a tormentosos cambios de humor, o el dolor de contemplar a su padre, expolicía, rumbo a los mares de la senilidad. Hasta que en un siempre inflamable día/noche de San Patricio, una alerta por apuñalamiento devuelve a Graves a un «caso frío» pero no cerrado. Y lo reconecta con un nombre que no olvida y con el resto de los Gansos Salvajes, ahora retirados y convertidos en exitosos hombres de negocios pero, también, con cuentas pendientes que restar.

Hermanos de placa

Y, de pronto, aquellos que se les escaparon a los Gansos Salvajes empiezan a ser asesinados. Y por ahí anda otro oficial, un tal Milton Ramos, obsesionado con la mujer de Graves. Es del tipo más bien peligroso, tan vengativo como el Javert de «Los miserables», y uno de los mejores y, paradójicamente, más queribles monstruos de los que se tenga memoria. Y Graves se pregunta si corresponde investigar y eventualmente denunciar a sus antiguos hermanos de sangre y placa. Y también piensa que aquí tiene la ocasión de redimirse o -como el poseído Capitán Ahab- hundirse sin retorno.

Como siempre, Richard Price sabe de lo que escribe, es un maestro del diálogo y, de nuevo, la sensación es la de subirnos a un coche patrulla o escuchar todas esas conversaciones en una sala de interrogatorio o -en un clímax que quita el aliento- en la sala de un piso de familia donde siempre se acaba confesando lo inconfesable.

Antes de eso, el caído en desgracia Graves vive y sufre la paradoja de ser el único que se pregunta si esa forma de justicia entendida como «alcanzar la gracia» y «la cosa más cercana a la paz en el mundo» no será otra forma de venganza fuera de toda ley.

A quemarropa

«Los impunes» acaban recibiendo su merecido en algo así como un final feliz. O no. Una cosa sí es segura, el lector de Price sale de aquí más que satisfecho porque, como explicó su autor cuando volvieron a interrogarlo al respecto: «Ya lo dije: quería hacer un "thriller" urbano a secas y sin complicaciones. Algo que nunca había hecho. Y quería contar con otro nombre para hacerlo. Pero la cosa empezó a expandirse y resultó ser como cualquier otro de mis libros. Así que ahora deseo no haber usado un seudónimo. Soy un arrepentido».

Queda claro: Brandt no va a ser uno de los blancos impunes. Price ya lo mató a quemarropa y con el apoyo y complicidad de sus amigos de uniforme, más que dispuestos a encubrirlo y traspapelar informe y evidencia. Como bien exclama el padre de Graves, expolicía, alzando su copa: «Brindo por Dios; porque ese tipo tiene que haber sido un genio para inventar un trabajo como este».

Y Price es un genio a la hora de trabajarlo por escrito.

Salud.

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