Chéjov (en el centro, sentado), con su familia en 1889 (Detalle)
Chéjov (en el centro, sentado), con su familia en 1889 (Detalle)
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«Cuentos completos», la música de Anton Chéjov

Los «Cuentos completos» de Chéjov que publica Páginas de Espuma llegan a su cuarto tomo y demuestran que fue un escritor mucho más variado y experimental

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El primer cuento de Chéjov que leí, con 16 o 17 años, fue «La mujer del boticario». Recuerdo que no entendí muy bien de qué iba la historia, pero nada más leerla sentí que me invadía una tristeza avasalladora. Esa experiencia es común a los lectores de Chéjov. Richard Fordcontaba que no entendió «La dama del perrito» cuando la leyó por primera vez, y que hasta la tercera lectura, muchos años después, no logró traspasar el misterio de la historia. Y lo mismo le pasa a Paul Viejo, el heroico recopilador de esta edición monumental de los «Cuentos completos» de Chéjov, ordenados por primera vez por orden cronológico y con la inclusión de muchas piezas inéditas que habían aparecido sin firma o con seudónimo.

Según cuenta Paul Viejo, también tuvo que leer varias veces «La dama del perrito» antes de empezar a entenderla. Eso sí, la fascinación por lo que contaba el relato le asaltó desde el primer momento.

Sin final

Estamos acostumbrados a identificar a Chéjov con un arquetipo de relato -agridulce, melancólico, sin final, ondulante como la vida misma-, pero esta edición nos demuestra que Chéjov fue un escritor mucho más variado -y experimental- de lo que creemos. Y cuando uno termina de leer las 4.200 páginas de los cuentos completos, lo primero que siente es que el adjetivo «chejoviano» es sumamente engañoso.

En un principio, todos asociamos el mundo de Chéjov con esos asfixiantes ambientes provincianos en los que malviven sus funcionarios y sus intelectuales ociosos (ese mundo gris que Nabokov identificó con «un tono entre el color desvaído de una vieja valla y el de una nube baja»). O bien imaginamos lo «chejoviano» en esas dachas modestas, con un huerto de ciruelos y un pequeño estanque, donde un grupo de familiares y amigos -varias señoras, dos jovencitas soñadoras, un médico, un militar retirado, un estudiante que lee poesía- se reúnen al caer la tarde a tomar el té con una buena provisión de mermelada.

La censura zarista

Pero este mundo de la pequeña nobleza y de los funcionarios que pasan estrecheces es sólo una parte del vasto espectro social que Chéjov describió en sus cuentos. Chéjov era médico y durante muchos años alternó la medicina con la escritura. Trató a personajes de la nobleza, a campesinos, a estudiantes, a prostitutas. En 1890 viajó a la isla penitenciaria de Sajalín para denunciar las condiciones de vida de los deportados. Cuando vivía en su dacha de Mélijovo se preocupó de construir escuelas rurales y de atender gratis a los campesinos que vivían en los alrededores.

En muchos de sus relatos, las críticas contra la corrupción administrativa y la ineficacia del gobierno son tan amargas que uno se pregunta cómo consiguió sortear la censura zarista. Pero al mismo tiempo, Chéjov era un hombre hedonista que mantenía continuos romances con mujeres muy bellas y que disfrutaba jugando al «croquet», plantando árboles, comiendo en los mejores restaurantes con su amigo el editor Suvorin o pescando carpas en compañía de sus dos perros «teckel», Bromuro y Quinina.

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