Hay apretones de manos que esconden garras, como nos enseña Enrique Marty
Hay apretones de manos que esconden garras, como nos enseña Enrique Marty
125 AÑOS DE «BLANCO Y NEGRO»

Beso a usted la mano

El periodista y escritor Antonio Sánchez Pérez y el pintor Enrique Marty se funden en estas páginas en un abrazo que abarca más de un siglo. Ambos destilan una ironía a prueba del paso del tiempo

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Sí, señor; se la beso á usted, señor lector, quien quiera que sea. Verbalmente, por de contado [ojo: no «descontado»] que de otro modo no se la beso á usted ni á nadie de mi sexo; ¡pues no faltaba más! Me limito á estrecharla y basta, y en muchos casos sobra; porque, á la verdad, hay apretones de manos muy desagradables.

Cierto que debe ser más desagradable todavía estampar besos en ciertas caras, como poco tiempo ha solían hacer las señoras para saludarse; costumbre que hizo exclamar á un poeta de principios de este siglo:

«Y se dan besos y abrazos,

Y todo es puro fingir;

Si luego las vas á oír,

Se están haciendo pedazos».

Las mujeres, que son más listas y que saben más que nosotros, nos preceden siempre en todo aquello que demuestra mejora y adelantamiento; por eso han suprimido ya los besos –entre ellas– (porque pan con pan es comida de tontos), y nosotros no hemos pensado aún en suprimir los apretones de manos, que menudeamos con deplorable frecuencia.

Hoy las señoras de buen tono no se besan, y hacen perfectamente. Cuando vean ustedes á dos señoras que al saludarse se dan mutuamente, como dice un personaje de Bretón, un beso en cada carrillo, tengan ustedes por seguro que, ó ellas se quieren mucho ó no saben de la misa la media.

Pero nosotros no aprovechamos esas lecciones que nos da el bello sexo, y seguimos estrechándonos nuestras diestras manos –y aun nuestras siniestras, si somos zurdos– y proporcionándonos con este motivo sensaciones variadísimas, eso sí, pero por lo regular nada apetecibles.

¿No han observado ustedes este hecho curioso? Pues fijen ustedes en él su atención, y echarán de ver cuán cierto es lo que ahora les digo.

Muy contadas, contadísimas son las ocasiones en que el acto de estrechar la mano al prójimo no nos produce impresión de disgusto. Es claro, como que ese acto, demostración muy expresiva y elecuente de cordial afecto y amistad entrañable, no puede impunemente prodigarse como le prodigamos nosotros.

Cuando vean ustedes á dos señoras que al saludarse se dan un beso en cada carrillo, ó se quieren mucho, ó no saben de la misa la media

Por allí viene y hacia mí se dirige el Hércules de nuestros salones, el gran Carlos Valiente, que se pasa la mayor parte del día en un gimnasio higiénico, haciendo ejercicios de pesas, y me pongo á temblar; sé lo que me espera: un apretón de manos que me dejará acardenalada la mía por mucho rato, si ya no es que disloca ó tritura todas mis falanges. Carlos Valiente no lo hace á mal hacer, no señor; á él se le figura que no me lastima, porque es así, muy bruto de su propio natural, y cuando me quejo, se ríe de la gracia; cree que lo hago en broma y que me da mucho gusto que me den con la badila en los nudillos.

Pues cata allí otro apunte, cuya mano he de estrechar asimismo, mal que me pese; es Juanito Bitolas, memo de solemnidad y encanijado de nacimiento. Este es para mí lo mismo que yo para Valiente; la más ligera presión de mi mano descompone la suya; mano que él me entrega á discreción, como se arroja al gato un manojo de cordilla. Siempre que Juanito Bitolas echa en la mía su mano blanda, me parece oírle decir: «Ahí la tienes; haz de ella lo que mejor te parezca», experimento la sensación misma que experimentaría si me obligasen á tomar un ejemplar de esos que se conservan en espíritu de vino en algunos gabinetes de nuestros establecimientos de enseñanza y me dan ganas de soltarla con violenta sacudida, diciendo: «¡Puf! ¿Qué quiere usted que haga yo con esto?».

Pues no sé si es este peor que el apretón de manos de aquel sietemesino que por allí pasa y que tiene siempre las manos recubiertas por un sudor viscoso y frío, que producen el efecto de algo repugnante que se desliza por entre mis dedos.

También veo allí al famoso Alzayola, maestro de esgrima en sus buenos tiempos y que conserva de su profesión un par de manos que parecen forradas con papel de lija. Éste da la mano con premeditación y ensañamiento: primeramente coge con su mano derecha la derecha de su víctima, después echa la izquierda sobre la parte de mano que su infeliz amigo dejaba aún al descubierto; y en esta postura permanece todo el tiempo que dura la conversación, que suele ser larga. Pero hay que advertir que la mano derecha del ex profesor no cesa ni un momento de moverse nerviosamente, para dar expresión á lo que él va hablando, y la mano izquierda resbala sin cesar de un lado á otro, como si tratase de pulir la piel del amigo; cuando mi pobre mano salga de aquel potro, estará descoyuntada por las brutales presiones avasalladoras de la una, y manará sangre por el continuo frotamiento de la otra.

Y hay quien pone empeño, al dar la mano, en demostrar su afecto sacudiendo, no solamente la mano, sino el brazo, como si pretendiese arrancarle de su sitio, y hay quien… hay quienes hacen muchas barbaridades. Por todo lo cual creo –salvo mejor parecer de ustedes– que, siguiendo el ejemplo prudentísimo de las señoras, deberíamos nosotros suprimir de nuestro saludo el apretón de manos, que habría de reservarse para casos muy solemnes y muy contados, en que las manos –impulsadas por el corazón– se estrechasen casi inconscientemente. Estos apretones de manos traducirían además un verdadero cariño y serían símbolo de sinceras amistades.

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