Juan Manuel de Prada - Raros como yo

Arte y modos de sablear

Pedro Luis de Gálvez, tan aprovechado como furioso, tuvo una de las vidas más escabrosas de la bohemia española

Juan Manuel de Prada
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A Pedro Luis de Gálvez (1882-1940) lo hicimos protagonista de nuestra primera novela, « Las máscaras del héroe», hoy tristemente agotada; y ya desde entonces lo hemos tenido siempre subido a la chepa, o siquiera al hombro, como si fuese Flint, el loro de John Silver el Largo. Malagueño del Perchel, donde aprendió mañas de truhán después de escaparse del seminario de jesuitas, Pedro Luis de Gálvez llega a Madrid con apenas dieciséis años, ingresando como alumno en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Pero le gustaba demasiado magrear las teticas de las modelos; y pasó una temporada en el correccional de menores, donde se le fueron afilando los colmillos.

Después de mendigar por los ambientes teatreros de Madrid y pasear con las tripas horras por Montmartre, empezó a dar conferencias por los pueblos mineros de Andalucía, donde mezclaba el tema pictórico con las invectivas contra el Rey, a quien acusó en Pueblonuevo del Terrible de padecer supuraciones en una oreja, por culpa de una sífilis mal curada.

Por proferir semejante machada, Gálvez se pudriría tres años en el presidio de Ocaña, con la pierna aherrojada con un grillete; allí escribiría en condiciones oprobiosas sus primeros libros, entre los que destaca «Existencias atormentadas o Los aventureros del Arte» (1907), una novela a la vez costumbrista y escabrosa, con su pizquita de picaresca y su perfume (o tufo) zolesco.

«Ulcerado y bueno»

Cuando cumple su condena, Gálvez viaja a Madrid, de donde lo expulsa la miseria; vegeta en Portugal como retratista callejero; sobrevive en París, como corresponsal del diario lisboeta «O Mundo»; escribe, durante la campaña del Barranco del Lobo, crónicas desde Melilla, donde se enriquece vendiendo a los moros mulas de contrabando; y, en fin, retorna a Madrid, para publicar novelitas castizas en «Los Contemporáneos» y «El Cuento Semanal» y casarse con Carmen Sanz, una meritoria con la que tendrá un hijo que se le morirá al nacer, cuyo cadáver (según cuenta la leyenda) Gálvez paseará por los cafés, metido en una caja de zapatos, mientras pide limosna para su entierro.

Tal vez huyendo de su fama macabra (o de las deudas), Gálvez se expatria, incorporándose como soldado de fortuna al ejército del príncipe Guillermo de Wied, aspirante al trono de Albania; y vuelve al Madrid brillante y hambriento de la época para convertirse en monarca indisputado del sablazo y sumarse, a modo de polizón, a la vanguardia autóctona denominada Ultra, fundada por Rafael Cansinos Asséns, que luego dedicará muchas páginas a este bohemio «ulcerado y bueno», pero con los colmillos cada vez más afilados (y retorcidos).

Durante la Guerra Civil salvó la vida del portero Ricardo Zamora y escondió en su casa al académico Ricardo León

Por supuesto, Gálvez jamás escribió un puñetero poema ultraísta, pues sus versos bebían directamente de la tradición clásica, con su chispita de absenta parisina. En cambio, completó un puñado de sonetos que merecen contarse entre los mejores de nuestra literatura, junto a centenares puramente alimenticios o petitorios, dedicados a sus benefactores más constantes en la dádiva. De estos benefactores haría Gálvez un catastro cínico y pintoresco, «El sable: arte y modos de sablear» (1925), en el que detalla las mañas y embelecos que había que utilizar para que los hombres más conspicuos de la época aflojaran la guita.

Durante todos estos años, huyendo siempre de la justicia por las causas más peregrinas, alternará su residencia entre Madrid y Barcelona, donde escribirá letras para zarzuelas y entremeses sin éxito y montará en globo aerostático. Se une a mujer llamada Teresa Espíldora, a quien según la leyenda prostituía; pero, leyendo los desgarradores y hermosos poemas que le dedicó, nos parece bastante improbable. Con ella tuvo dos hijos, que sobrevivieron en las condiciones más penosas, siempre a expensas de la caridad ajena, mientras su padre se debatía entre la amargura y las ansias de venganza. A uno de ellos dedicó un soneto estremecedor que empieza así: «Naciste del pecado. Ni mi nombre / te pude dar. Sin padre ni fortuna / rodarás por el mundo. Que ninguna / maldad te asuste ni traición te asombre»; y que, llegado a los tercetos, lanza esta encomienda atroz: «Tú vengarás lo que conmigo hicieron, / eres la garra que en el mundo dejo / para que hieras a los que a mí me hirieron».

Ángel y diablo

Cuando estalle la Guerra Civil, Gálvez aún tendrá tiempo de soltar la garra, incorporándose –mono de dril con lamparones de grasa o de sangre, pecho cruzado de cananas y pistola al cinto– a las milicias que cercaban la angustia de las casas madrileñas, para llenar de hormigas una boca. Hay quienes lo culpan de la muerte de Pedro Muñoz Seca, atribución que hemos desmentido en nuestro libro « Desgarrados y excéntricos»; y consta que salvó la vida del portero Ricardo Zamora, que escondió en su casa al académico Ricardo León y que aconsejó a Emilio Carrere que se fingiera loco, para pasar la guerra en el manicomio.

El ángel y el diablo podían convivir, como marionetas a la greña de un guiñol tremebundo, en el alma de aquel bohemio bronco, patético y genial que fue fusilado el 30 de abril de 1940, a las seis de la mañana, mientras los vencejos chillaban responsos de catorce versos endecasílabos.

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