«Ramblear», el verbo de la libertad

Los atentados del 17-A y la pandemia del Covid-19 impusieron el silencio. Con el precario advenimiento de la llamada «nueva normalidad» volvimos a «ramblear»

La Rambla, durante los días de confinamiento Inés Baucells
Sergi Doria

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La Rambla , que antes de paseo fue arroyo -su nombre viene de rámla , arenal en árabe-, es el único topónimo del mundo del que se deriva un verbo: «ramblear». Se puede pasear o callejear, sí, pero La Rambla no es una calle como las demás. «Ramblear»» es verbo intransitivo: remite a una actividad que no aspira a un solo objetivo similar a la del «flâneur»; esto es: « vagar por las calles, callejear sin rumbo , sin objetivo, abierto a todas las vicisitudes y las impresiones que le salen al paso».

Sí, hemos escrito «callejear» pero, repetimos, La Rambla no es una calle cualquiera. La Rambla suscita definiciones sin fin, porque está llena de promesas. «La más bonita del mundo» a juicio de Somerset Maugham . «La sala de baile de Barcelona» escribió José María de Sagarra en «La Rambla de las floristas».

La Rambla es de todos porque no es de nadie. De las floristas, del Liceo, de los marginados, de los futboleros, de la Boquería, de los souvenirs, de las figuras humanas, de las terrazas, de los escritores y, también, de los delincuentes y las prostitutas…

Cuando la Rambla no es un hormiguero, cuando está desierta, mal asunto. En mayo del 37, en la batalla entre anarquistas, y comunistas, George Orwell tuvo que refugiarse en el actual teatro Poliorama de los estalinistas que asesinaron al líder del POUM Andreu Nin . La sede del diario La Batalla del POUM estaba enfrente, junto al café Moka. El Poliorama, recuerda Orwell en «Homenaje a Cataluña», tenía en su azotea el observatorio de la Real Academia de Artes y Ciencias: «Por los tragaluces del observatorio se divisaba, en un radio de varios kilómetros, una sucesión de paisajes con edificios altos y espigados, cúpulas de cristal y unos ondulados tejados de fantasía construidos con tejas verdes y cobrizas; y al este, el azul destelleante del mar, el primer retazo de mar que veía desde que estaba en España...»

Un retazo de mar en el que se recorta la silueta de Colón que la actual inquisición políticamente correcta pretende derribar. El monumento rubrica la vocación universal de Barcelona, capital del libro hispanoamericano: «Yo soy siervo de vuestra alteza. Las llaves de mi voluntad yo se las di en Barcelona...», escribió el genovés a Isabel la Católica.

Cuando Jacinto Verdaguer dio a la imprenta «La Atlántida» (1876), la estatua de Colón no existía todavía, pero el poeta y capellán de la Trasatlántica de su mecenas Antonio López, marqués de Comillas, curtió su epopeya entre singladuras marítimas y el cotidiano ejercicio del «ramblear». La Reina Isabel tiene un sueño que el Almirante realizará: «Aquí tienes Colón mis joyas / compra, compra aladas naves».

Verdaguer vivió en el palacio de Comillas -Palau Moja- donde cada día decía misa y rezaba el Rosario con la familia Güell . Años después, caído en desgracia ante las autoridades eclesiásticas, acabó diciendo misas de difuntos en la iglesia de Belén, justo enfrente del palacio. A su muerte, en junio de 1902, se rezó un responso en ese templo que fundaron los jesuitas.

Cuando el féretro siguió su curso, Rambla abajo, las floristas de la Rambla alfombraron el pavimento con las flores de sus paradas: sobre la polícroma alfombra de pétalos transitó la comitiva funeraria, rumbo al cementerio de Montjuïc.

El 25 de diciembre de 1935 Federico García Lorca dedicó a las floristas la representación de «Doña Rosita la soltera» en el teatro Principal. Acompañado de Margarita Xirgu , entronizó a la Rambla como la calle más alegre del mundo: «La única calle de la tierra que yo desearía no se acabara nunca, rica en sonidos, abundante en brisas, hermosa de encuentros, antigua de sangre...» La Rambla, concluyó Federico, es la esencia de Barcelona. Allí convive «un ala gótica» con música de laudes y «otra ala abigarrada, cruel, increíble, donde se oyen los acordeones de todos los marineros del mundo y hay un vuelo nocturno de labios pintados y carcajadas de amanecer». De ahí que «ramblear» sea un perenne bascular entre lo apolíneo y lo dionisíaco.

La Rambla es de la burguesía del Liceo que retrató Ignacio Agustí en «Mariona Rebull» y también del pintor Ocaña que, en la libertaria Transición, se paseaba con vestidos de mujer y faldas a lo loco. Rambla canalla que divisaba desde su despacho de la Compañía de Tabacos de Filipinas -hoy hotel 1898- el poeta Gil de Biedma ; la que recorrió André Pieyre de Mandiargues , oasis de libertad en los 25 Años de Paz de Franco, hipnotizado ante el dragón oriental de la Casa Bruno Quadros, antigua fábrica de paraguas: «Un colosal y sinuoso dragón de bronce, que sostiene entre los dientes la cadena de un farol, sobresale en el ángulo formado por los muros y la fachada se halla cubierta de motivos en forma de abanicos y sombrillas».

Persiguiendo una mujer de ojos negros, Mandiargues se adentra en el mercado de la Boquería; su erótico «ramblear» le lleva de una beldad a otra, según ellas compren tomates, langostinos o casquería: «Se sumerge en esos residuos de la matanza con una exaltación que tiene mucho de ebriedad».

Al «ramblear» siempre ocurre algo… «No me digas que nunca has sentido el afán de contar, no sé, un día en la Rambla. Te sientas en la terraza del Café de la Ópera, miras, apuntas, y ya está», advierte la protagonista de un cuento de Maruja Torres .

El detective de las pepsicolas de Eduardo Mendoza acaba de salir del Frenopático. El inspector Flores le ha encargado que descubra «El misterio de la cripta embrujada» y acaba tirado «de un preciso puntapié ante la fuente de Canaletas, de cuyas aguas clóricas me apresuré a beber alborozado…».

Desde los ventanales del Círculo del Liceo, uno puede «ramblear» con la mirada. Hasta hace poco, la cantidad de turistas que copaban la Rambla impedían el ejercicio pausado del «ramblear». Los atentados del 17-A y la pandemia del Covid-19 impusieron el silencio de los cementerios. Como observó Jesús Ferrero en su novela «Lady Pepa», «la vida acecha en las Ramblas, y a veces también la muerte...»

Con el precario advenimiento de la llamada «nueva normalidad» volvimos a «ramblear». En la iglesia de Belén pusimos una vela por los difuntos. Rambla abajo, volvimos a culminar el itinerario de Daniel Sempere en «La sombra del viento», en aquella posguerra de cenizas rumbo a la calle Arco del Teatro, pórtico del Cementerio de los Libros Olvidados: «Seguí a mi padre a través de aquel camino angosto, más cicatriz que calle, hasta que el reluz de la Rambla se perdió a nuestras espaldas».

No dejemos nunca de «ramblear» para seguir viviendo, de verdad, la vida.

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