Más allá de Gil de Biedma: ¿qué hacemos con los artistas depravados?

La historia de la cultura está llena autores con vidas disolutas y hasta criminales, que plantean debates éticos a la hora de homenajearlos o recordarlos

Detalle de «Thérèse soñando» (1938), de Balthus Metropolitan Museum
Bruno Pardo Porto

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William S. Burroughs confesó en el prólogo de su libro «Queer» (Anagrama) que nunca se habría convertido en escritor de no haber sido «por la muerte de Joan». Joan era Joan Vollmer, poeta y pareja del susodicho, y la muerte, en realidad, fue un homicidio perpetrado por él mismo. Ocurrió en septiembre de 1951, en una de sus noches espídicas, regada con ginebra Oso Negro, que se sepa. Él tenía una pistola en la mano, y ella un vaso en la cabeza, pero el juego de Guillermo Tell salió mal y la mujer falleció en el acto. La casa donde ocurrió, en Ciudad de México, se convirtió con los años en lugar de peregrinaje para sus seguidores. Ay, el morbo.

La historia de la cultura está llena de vidas como la de Burroughs, disolutas y hasta criminales, porque uno puede ser un genio y un ser humano deleznable: el talento no es hijo de la moral, por mucho que deseemos lo contrario. Los hechos lo constatan. Curtis Dawkins alumbra hoy unos relatos espléndidos desde una cárcel estadounidense, donde cumple cadena perpetua por asesinato, y hace unos siglos –cuatro, para ser precisos– Caravaggio cometió idéntico pecado después de perder una apuesta deportiva. El pintor, incluso, le quiso cortar el pene a su víctima. Fue solo una de sus muchas fechorías: hay una gracia macabra en que fuera un maestro del claroscuro.

No hace falta irse a esos extremos para iluminar la grieta que existe entre el arte y la ética. Hay de todo. Están Balthus y sus lolitas, o Schiele y sus presuntas violaciones. Más cerca tenemos a Antonio Machado , que se enamoró de Leonor Izquierdo cuando esta era solo una niña de catorce años, y que se casó con ella poco después de que cumpliera los quince, algo que era legal, pero que ya chocaba entonces. Un lírico más joven, el chileno Pablo Neruda , se hartó a pergeñar versos de amor, y a la vez repetía que su hija, Malva Marina, que tenía hidrocefalia, era un «un ser perfectamente ridículo», «una especie de punto y coma», «una vampiresa de tres kilos». Eso fue antes de abandonarla, claro. Él, por cierto, describió en sus memorias, «Confieso que he vivido» (Austral), la siguiente escena con una mujer: «Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré a la cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. (...) El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme».

Han sido otros recuerdos, los de Jaime Gil de Biedma , los que han despertado de nuevo la vieja cuestión de qué hacemos con esos individuos que, además de crear una obra de altura, han dejado tras de sí una biografía, como poco, reprobable. En el caso del barcelonés, él narró en su «Retrato del artista en 1956» (Península) el encuentro sexual que tuvo en Manila con un chaval «de doce o trece años»: «No me dejaba besarle, no me dejaba hacer nada. Nada de nada (...) Empiezo a temer que el defecto de los chulos de aquí sea la falta de afición y mi recuerdo va, nostálgico, a los maravillosos chulos españoles». En un artículo publicado hace unos días en «El Mundo», Andrés Trapiello se preguntaba por la idoneidad de que ese hombre fuera homenajeado en por el Instituto Cervantes (eso ocurrió el 15 de enero): «Va a parecer que se trata de blanquear desde las instituciones conductas no solo reprobables sino punibles penalmente, sólo porque quien las cometió era un poeta prestigioso. Resulta como mínimo chocante la indulgencia con unos y la severidad con otros».

Un debate recurrente

Más allá del caso concreto, este es un debate recurrente que reaparece a cada poco: ¿cómo hay que recordar a los artistas depravados? El poeta Luis Alberto de Cuenca no tiene dudas al respecto. «Yo distingo entre la obra literaria y la persona. Me da igual que Céline fuera nazi, o que Brecht fuera estalinista. Está bien valorarlos como escritores, dejando su vida privada al margen», asevera. ¿Y qué más personajes cuestionables conoce? «Pues Sócrates, por ejemplo. En el mundo griego lo más normal era tener un querido joven, las normas morales varían mucho respecto a la época. Ni en Grecia ni en Roma estaba tan mal vista la “paidofilia” como ahora», apostilla. Por su parte, el catedrático de Literatura Andrés Amorós opina que «la moral y el arte no tienen nada que ver». «Puedes ser el mayor canalla de la historia y luego escribir unos poemas maravillosos. A veces, conocer al autor es peor… Gil de Biedma era complicado», subraya.

El filósofo Javier Gomá , que ha popularizado el concepto de ejemplaridad pública, explica así la problemática: «El tema es la relación entre un creador y su obra. Habría una primera actitud, llamémosla “moralista”, catequética, que juzga la obra por la corrección moral de su autor. Hay una segunda actitud, la de un grupo que me gustaría llamar “la cofradía de los que no se chupan un dedo”, los cínicos resabiados y satisfechos de ellos mismos que insisten en la separación entre el valor de la obra con independencia total de la vulgaridad ética de su autor, incluso su indecencia».

Para él existe una tercera vía, la suya, que consiste en jerarquizar el talento de acuerdo a la virtud . «Es posible crear una obra de arte de muy alta calidad siendo un individuo vulgar e indecente: los testimonios en la historia de la cultura son múltiples, entre ellos los mencionados en la pregunta. Pero su vulgaridad, indecencia y miseria moral los condena a una posición como mucho elevada pero no suprema, porque son incapaces de producir una obra verdaderamente memorable si no saben reproducir la alta dignidad de lo humano. Los grandes y los grandes de los grandes –Homero, Platón, Dante, Cervantes, Tolstoi– siempre presentan una nobleza y un idealismo que son privilegio de los mejores».

La obra es de todos, pero la vida privada no

Contra los homenajes se suele esgrimir como argumento que cualquier acto de este estilo ensalza a la persona, no solo al creador, y que ese privilegio debería estar restringido a expedientes más limpios que el de Gil de Biedma. Edu Galán , que en «El síndrome Woody Allen» (Debate) analizó la cancelación del cineasta por sus supuestos abusos sexuales a su hija adoptiva, Dylan Farrow, afirma «nadie en su sano juicio homenajea a Gil de Biedma por su persona, o a Maradona. La prueba definitiva de que esto es así es que más de tres décadas después de su muerte su obra sigue de actualidad», sostiene. Y añade una máxima: «La vida privada de alguien es de ese alguien, pero la obra de alguien es de todos. Está en otro terreno, en otro plano».

Galán señala, además, que este juicio moral se hace con diferente rasero según convenga: «Tiene que ver con ideologías, con tendencias, con amistades… Si los gestores culturales fueran serios, y se centrasen en la obra… Yo sé que pido mucho: separar el gusto y las filias y tratar de escuchar a expertos que no son de tu cuerda».

Cosa distinta, matiza, es hablar de autores vivos. En Francia tenemos el ejemplo de Gabriel Matzneff , un escritor que en los ochenta y los noventa se codeó con la élite intelectual francesa (presidentes incluidos), y que llegó a presumir en «Apostrophes», el legendario programa televisivo de Bernard Pivot , de audiencia notable, de cómo seducía a niños y niñas de entre diez quince años. Sus comentarios iban acompañados de las risas de sus colegas. Ha tenido que ser la editora Vanessa Springora , una de esas niñas, la que denunciara esta aberrante complicidad con la pederastia con la reciente publicación de «El consentimiento» (Lumen), una novela que ha destapado la complicidad del mundillo literario de su país con este tipo de personajes.

«Es igual que con Bill Cosby. En este caso puedo entender la retirada, porque las víctimas siguen ahí. En otro contexto no lo entiendo... Lo que sale a la luz con esto es la terrible hipocresía de la sociedad cultural francesa, que siempre ha sido hedionda», remata Galán. Ahí también hay tema: la connivencia de ciertas élites con las conductas más oscuras o ilegales. El morbo de quien escucha y no hace nada. El prestigio del libertinaje, cueste lo que cueste.

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