DOMINGOS CON HISTORIA

La lucha por un patriotismo cultural

Los intelectuales comprometidos se dieron cuenta de que no bastaba con el reformismo social y la democratización política para consolidar el proyecto de la nación española

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En entregas anteriores de «En busca de una idea de España», se ha visto ya cómo los problemas políticos del primer bienio republicano coincidían con la madurez de una actividad cultural y literaria que dotó a este periodo de un prestigio justamente conservado. Lo que se estaba creando, tras la conciencia de crisis expresada por los hombres del 98 y tras el programa de reformas de la generación del 14, era un espacio público de alta densidad intelectual, en el que se proponía infatigablemente resolver el problema de España. Éste se definía por las dificultades para constituir una convivencia pacífica entre los españoles y debía resolverse con una modernización económica e institucional, capaz de proporcionar bienestar y representación política a los ciudadanos.

El problema de España también se había anunciado como un intenso proyecto de nacionalización de las masas.

Los españoles debían desarrollar una sólida conciencia común que no podía limitarse a los ejercicios literarios, los consensos políticos o los conflictos ideológicos de una escueta clase dirigente, dividida a lo largo de más de cien años entre quienes promovieron la revolución liberal y los que la impugnaron desde el tradicionalismo. Por el desagüe histórico de la crisis finisecular, ambas corrientes se habían derramado y dispersado, generando una diversidad de opciones que partían de aquellas raíces fundacionales. El resultado era equivalente a la pluralidad política e ideológica que se observaba en Europa con la sustancial diferencia de que el sólido sentido común nacional de nuestros vecinos no se correspondía en España con un sentimiento patriótico parecido. Por el contrario no eran pocos los que en nuestro país añoraban una cohesión nacional íntima, llevada al espacio público sin estridencias, normalizada como asentimiento ciudadano, sostenida como afirmación de una españolidad desdramatizada, pero innegociable frente a quienes trataran de romperla. Y esta ruptura podía producirla el separatismo, aunque también las campañas de un populismo desnacionalizador o las amaneradas gesticulaciones de un aburguesado y frívolo cosmopolitismo.

Combatir por una causa

España carecía de un patriotismo que permitiera alzar, por encima de cualquier debate, el sentimiento de disponer de una misma genealogía histórica y poseer un insobornable propósito de permanencia. Esa convicción de formar una comunidad política centenaria, de converger en una tradición desplegada a lo largo de los siglos, de ser el resultado de una pertinaz voluntad de constitución, ni siquiera había adquirido fuerza en las luchas civiles del XIX, y había carecido de la triste ocasión de la Gran Guerra para proporcionar a los españoles la impresión de combatir por una causa que los unificara. Ahí se encontraba la deficiencia del sentimiento nacional que tanto preocupó a los intelectuales desconcertados por la neutralidad, pero especialmente aquejados de esa falta de horizonte colectivo que un asunto aparentemente diplomático y humanitario había provocado.

Para lageneración del 14 nunca se trató de defender el belicismo, pero sí de ensalzar la labor unificadora que aquella catástrofe en el quicio de los dos siglos había inculcado a los combatientes de uno u otro país. Junto al resentimiento peligroso y las actitudes militaristas, también surgió de las trincheras una pasión nacional democrática, un deseo de construir Europa sobre el entendimiento entre sus países y una irrevocable reafirmación de las comunidades políticas constituidas en los inicios de la revolución liberal.

Compromiso social

La generación poética del 27 y el compromiso social de los escritores de las revistas de distinto signo publicadas en los años veinte y treinta fueron la base de una propuesta a recordar ahora con especial querencia, en momentos de impugnación de la unidad de los españoles en todos esos sentidos que se han citado: el separatismo, el populismo disgregador y la superficial arrogancia de unos dirigentes, tan torpemente convencidos de que la conciencia común de España poco tiene que ver con nuestros problemas actuales. Aquellos intelectuales comprometidos, cuyo fracaso más terrible sería el drama de una guerra civil –negación absoluta de un sentimiento común de españolidad– supieron ver que no bastaba con el reformismo social y la democratización política para consolidar el proyecto de la nación española. Había de crearse algo más, algo que precedía a estos proyectos y los acompañaba necesariamente. Era un patriotismo cultural, inspirador de la cohesión de los ciudadanos en la afirmación de un patrimonio del que pudieran sentirse orgullosos. Era una nacionalización masiva a través de la recuperación del tesoro de las expresiones literarias y artísticas, que confirmaban la existencia de una personalidad más allá de cualquier esfuerzo político por impugnarla, más allá de toda indolencia cívica para preservarla.

Ese fue el sentido de las misiones pedagógicas, ideadas por Manuel Bartolomé Cossío, con la ayuda de figuras tan destacadas de nuestra cultura como Alejandro Casona, Luis Cernuda, Ramón Gaya o Eduardo Martínez Torner. Puestas en marcha al mes de proclamarse la República, llevaron a cientos de pequeños pueblos de España exposiciones artísticas, bibliotecas, representaciones de nuestra dramaturgia clásica. Junto a ellas, el grupo teatral de La Barraca, dirigido por García Lorca y Eduardo Ugarte, llegó a otros lugares con obras de Cervantes, Lope de Vega, Calderón y Tirso de Molina. Era algo más que una lucha contra el analfabetismo. Era una pasión por la custodia e irradiación de la cultura española. La escuela no había de servir solamente para enseñar a leer, sino para que un simple agregado de individuos llegara a comprenderse a sí mismo como nación. Una nación cimentada en acontecimientos del pasado y construida, también, con las palabras de quienes equiparon nuestra lengua de ese vigor e inventiva que acompañaron los días en que los españoles, en vez de cuestionar su existencia, se interpelaron sobre el modo de llenarla con el cumplimiento de un destino común. ¿Dónde nos encontraríamos ahora, con qué seguridad en nosotros mismos afrontaríamos los problemas actuales, si esos esfuerzos por dotarnos de un patriotismo cultural no hubieran sido destruidos por la guerra, dilapidados por la escisión radical entre los españoles, y hacinados en estos años de democracia en un espacio de perezosa irresponsabilidad?

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