Crítica de «The Imitation Game (Descifrando Enigma)» (***): La gran sopa de letras

El Sherlock de la tele proyecta aquí otra versión de superinteligencia; su Turing es arrogante, un enigma humano sin relieve alguno

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Quienes gustamos del género de espionaje estamos demasiado acostumbrados a lo que podemos llamar “efecto Bond”: presentar al espía como un superhéroe de tebeo situado en el espeso mundo real de la geopolítica. Los libros del gran John Le Carré y las películas que generaron, sobre todo algunas de los años 60, hicieron mucho por rebajar su talla, pero todavía seguimos pensando que los espías que habitan entre nosotros -sin ser vistos…- son figuras especiales, demasiado especiales.

Así que uno de los méritos de esta película, primera de un realizador noruego en la gran industria angloamericana, es que al estar basada en hechos históricos debe admitir una premisa que la ficción del género suele menospreciar: el espionaje es una cuestión, literalmente, de inteligencia y no tanto de persecuciones por tierra, mar y aire.

Lo que se cuenta aquí no se desveló hasta mucho después de que hubiera sucedido; de hecho, a título póstumo para su infeliz protagonista quien, pese a unos méritos que rozan lo épico debió esperar más de medio siglo para que… le pidieran perdón por haberle poco menos que conducido al suicidio.

Ese es el principal problema de esta película, que tiene una historia demasiado amplia que contar. La peripecia de Alan Turing, que así se llama este espía surgido del frío del anonimato histórico, tiene tres segmentos temporales claramente diferenciados y merecedor cada uno de una película propia: su adolescencia de niño prodigio acosado por sus compañeros de clase menos por uno del que le vemos irse enamorando; su reclutamiento por parte de una sección de élite del ejército británico, para tratar de descifrar el código Enigma que usaban los nazis para comunicarse entre sí, mientras estaban ganando la guerra; y un triste epílogo de posguerra, en donde le cazan en una solicitación homosexual que entonces se castigaba con la castración química.

El truco de guión necesario para comprimir este tríptico dentro de una duración razonable pasa por proponer una estructura retrospectiva que convierte todo en un flashback conducido por la pesquisa de un policía que desconoce, claro está, la verdadera identidad del protagonista. Quizá sea inútil lamentar que no se haya concentrado todo el esfuerzo en el, esplendoroso, segmento central, el que detalla el “crackeo” del código Enigma, pero ese gran ejemplo de un cine de espionaje en el que no se dispara un solo tiro, adquiere su siniestro sentido de ironía histórica al saber cómo le pagó su patria por haber salvado miles de vidas al acortar el desarrollo de la guerra.

Mención extraordinaria para el trabajo de Benedict Cumberbatch, impecable en el papel de un personaje impecablemente insoportable, un genio autoasumido –autista, más bien- cuya soberbia le equipara al Sheldon de Big Bang Theory, pero sin nada de su simpatía. El Sherlock Holmes de la tele proyecta aquí otra versión de superinteligencia y, albricias, lejos de repetirse, consigue que parezca poco envidiable; su Turing es arrogante, nada preparado para el trabajo en equipo, un enigma humano sin relieve alguno, como debió ser. Y a su lado está un Charles Dance que parece el hijo bastardo del Alec Guiness empeñado en su puente sobre el río Kwai, y una Keira Knightley incandescente.

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