Dibujando la mente

Cajal, el científico que quiso ser artista

Consiguió algo inaudito en la historia de la ciencia y del arte: que un dibujo del cerebelo de una gallina, hecho en casa, a mano, y en blanco y negro, evoque en nosotros un sentimiento sublime comparable al de observar la galaxia de Andrómeda

Dibujo original de Cajal de las espinas dendríticas (izquierda) y foto tomada por Juan A. de Carlos, del Instituto Cajal, (Centro) de preparaciones originales de Cajal, impregnadas con el método de Golgi

POR ALEJANDRO GÓMEZ MARÍN

El Instituto Tecnológico de Massachusetts expone hasta final de año 80 dibujos originales de Ramón y Cajal, cuya relevancia científica y artística es comentada por científicos españoles invitados. Los dibujos de Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) son icónicos . Son también históricos y particularmente bellos. Pero no es ese el motivo de la grandeza de su legado. La belleza del «bosque neuronal» que dibujó es sólo una invitación para apreciar la verdad que subyace en él.

Cajal quiso ser artista, pero su padre insistió en que estudiara Medicina . Interesado por la fotografía y la pintura, expresó su pasión en la Medicina. Encontró en la anatomía, no en la clínica, su vocación. Paradójicamente, fue un artista frustrado y consagrado a la vez. Como él mismo expresó en alguna ocasión, fue artista precisamente porque fue científico . En el tiempo de Cajal, la fotografía microscópica no estaba suficientemente desarrollada y dibujar era un método habitualmente enseñado y practicado entre anatomistas, pues era una necesidad.

Detalle de las espinas dendríticas (el lugar donde se establece las sinapsis) de una célula piramidal de la corteza cerebral humana Javier de Felipe, del Instituto Cajal (CSIC)

Si imaginamos el cerebro como un bosque de neuronas, Cajal fue escrupuloso a la hora de cortar y conservar sus «árboles». Su colega y amigo Luis Simarro le enseñó la técnica de impregnación argéntica de Camillo Golgi, un procedimiento histológico que tiñe las neuronas de negro, revelando su morfología. Cajal la aprendió y la mejoró. Así pudo observar fidedignamente bajo el microscopio la estructura de las neuronas , evitando erigir inferencias sobre una maraña de troncos apilados, maltrechos, y desteñidos.

En el cerebro, se invierte el refrán: el bosque (neuronal) no nos deja ver el árbol (la neurona). Ardua es tarea la de dilucidar, en una selva espesa, dónde empieza un árbol y dónde acaba otro. Cajal concentró su mirada en cerebros en desarrollo, pues se distinguen mejor las neuronas individuales. Como cuenta en «Recuerdos de mi Vida» (1917): «¡Qué belleza la de las preparaciones obtenidas tras la precipitación de bicromato de plata depositado en exclusive en los elementos nerviosos! Pero, de otra parte, ¡ qué tupidos bosques revelaban , en los que era difícil descubrir las terminaciones de su intrincado ramaje! (…) Puesto que la selva adulta resulta impenetrable e indefinible, ¿por qué no recurrir al estudio del bosque joven, como, si dijéramos, en estado de vivero?».

El descubrimiento de la neurona

Cajal investigó los cerebros de prácticamente todo lo que cayó en sus manos, desde gallinas y gatos a conejos y lagartijas. Pintó el crecimiento de las fibras nerviosas, describiendo el «olisqueo» que las permite decidir adónde deben ir. Descubrió la terminación libre de los axones y el cono de crecimiento de las neuronas. Fue además precursor de la idea de plasticidad neuronal. Dijo: «Todo ser humano, si se lo propone, puede ser escultor de su propio cerebro».

«Todo ser humano, si se lo propone, puede ser escultor de su propio cerebro»

Al Nobel aragonés le pasó como a Picasso, que las musas siempre le encontraron trabajando . Cuentan que se levantaba de madrugada y escribía durante horas, para luego dibujar, comer, leer, y seguir dibujando. Era obstinado y disciplinado. Así lo atestiguan sus «Tónicos para la Voluntad» (1899). Pero sólo con esmero no se llega tan lejos. Cajal tenía un don para la visión espacial.

No inventaba lo que pintaba, pero tampoco pintaba sólo lo que veía. Pasaba horas mirando por el microscopio, persiguiendo cada neurona, saliendo y entrando del plano de visión, sustituyendo preparación por preparación, mirando una tras otra, varias secciones de la misma zona, y repitiendo el proceso en diversos especímenes impregnados independientemente. Tras formarse en su cabeza la composición probable en tres dimensiones de lo que veía («imagen combinada»), plasmaba en sus dibujos la morfología completa de cada neurona.

Dibujo de Cajal de una célula de Purkinje

Siendo autocontenido y poco gestual, su trazo es una particular forma de mirar. Más que seguir su mano, hay que ver con sus ojos. Dibujar no es un mero copiar lo que está «ahí afuera», pues según se mira, se ve . Es aquí donde ciencia y arte se entrelazan. «El arte no reproduce lo que vemos; por el contrario, nos hace ver», dijo el pintor Paul Klee. A su vez, Albert Einstein no dejó de insistir en que «es la teoría la que decide lo que puede ser observado».

Mirada intuitiva

Su descubrimiento de las espinas dendríticas es un ejemplo delicioso: el propio Golgi también las pintó, pero pensó que eran artefactos. Lo que fue «ruido» para Golgi, fue «señal» para Cajal. La percepción pasiva no existe. La mente, aun estudiando el cerebro, es participativa. «Mi percepción es pensamiento, y mi pensamiento es percepción», escribió Goethe. Irónicamente, mientras el método del italiano descompone la estructura en su tejido, el del español la recompone en sus dibujos.

El genio de Petilla de Aragón se apoyó en la técnica del italiano camilo Golgi, que recibió el Nobel con él. La mejoró, y la utilizó para contradecir la teoría del italiano: el cerebro no es una maraña reticular continua, sino un circuito de células contiguas que se comunican mediante pequeños «saltos al vacío» llamados sinapsis (término acuñado posteriormente por Sherrington). Para resaltar este hecho, el español exageró en sus trazos la distancia entre sinapsis. Cajal pinta lo que ve, pinta para ver y, en cierta medida, pinta lo que quiere ver.

En el congreso de Berlín de 1889, Cajal, desconocido y desconectado, se acercó a Albert Kölliker, uno de los más reputados científicos internacionales del momento. Le contó sus hallazgos. Su firmeza de trazo también era de espíritu. El suizo quedó fascinado. Cajal le descubrió los secretos del bosque neuronal . Y Kölliker, a su vez, descubrió para el mundo a Santiago Ramón y Cajal. Años más tarde, en 1906, Cajal recibiría el premio Nobel, reconocimiento que compartió con Golgi (que seguía insistiendo en su teoría reticular, como quedó patente en su discurso del Nobel). El tiempo dio la razón a Cajal.

De la descripción a la interpretación

Pero hay más en los dibujos de Cajal. ¡Ponía flechas! Su proeza fue dar el paso de la descripción de la estructura del sistema nervioso a la interpretación de su función. Añadió flechas al lado de las neuronas que fielmente dibujaba para indicar el sentido del impulso nervioso: las dendritas lo recogen, el cuerpo celular lo procesa y se libera por el axón. El cerebro está constituido por carreteras de información de una sola dirección. Sus flechas son comparables al árbol de Darwin o a la doble hélice de Watson y Crick.

Más de 100 años después, s igue vigente lo que dijo Cajal, considerado el padre de la Neurociencia moderna . Comedido, pero audaz y lúcido, hizo de la minucia neuronal un tesoro conceptual; del mundo de lo infinitamente pequeño supo capturar los detalles esenciales. Más allá de la ciencia, su obra nos habla de cómo llegar a la visión del todo a partir de sus partes.

Consiguió algo inaudito en la historia de la ciencia y del arte: que un dibujo del cerebelo de una gallina, hecho en casa, a mano, y en blanco y negro, evoque en nosotros un sentimiento sublime comparable al de observar la galaxia de Andrómeda captada por el telescopio espacial Hubble.

El autor agradece las conversaciones con Alfonso Fairén, Constantino Sotelo, Fernando de Castro, Javier DeFelipe, Juan de Carlos, Juan Lerma, Luis Martínez-Otero, Luis Miguel Gutiérrez y Pere Berbel.

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