ESPAÑA

Tres balas cargadas con odio

El sumario sobre el asesinato de Isabel Carrasco permite reconstruir con todo detalle las horas previas y posteriores al crimen y determinar la forma de participación de las tres imputadas

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La mañana del día en que habría de cometer el crimen, María Monserrat Ascensión González Fernández preparó mejillones. Era una de sus más celebradas especialidades culinarias y su hija, Triana, se apresuró a mandarle un mensaje SMS a una de sus mejores amigas, una policía local llamada Raquel Gago, para invitarla a comer a casa.

Triana y Raquel se conocían desde adolescentes. Habían coincidido quince o veinte años atrás en el pueblo natal de la primera, Carrizo de la Ribera, donde Raquel había pasado algún verano trabajando como socorrista en una piscina. Luego, seis o siete años después, volvieron a cruzarse sus caminos ya en León. Compartían amistades, como Beatriz, Lorena, Leticia, Silvia..., se prestaban ropa o bolsos, quedaban para comer o cenar... A veces solo para tomar unos vinos y charlar un rato. También se contaban sus penas. La asquerosa jornada de trabajo que había tenido Raquel..., las putadas que su exjefa, la presidenta de la Diputación Provincial de León, Isabel Carrasco, le seguía haciendo a Triana y con las que estaba consiguiendo amargarle la vida...

El sábado, 10 de mayo, pasaron la noche, de hecho, hablando de sus cosas junto a Betriz y su novio. Estuvieron tomando unas copas en el local El Buche de República Argentina y luego se pasaron por La Abadía. Ya tarde, Raquel dejó a Triana en la gasolinera de la calle de la Cruz Roja, a solo unos pasos de su apartamento, y se marchó a casa.

El domingo por la mañana (día 11), la agente de la Policía Local volvió llamarla. Triana le comentó que estaba tomando un café con Victoria y que luego se marcharía a Carrizo, para comer con sus padres y su abuela.

Serían las nueve de la noche cuando Triana, conduciendo su flamante Mercedes SLK blanco, regresó a su piso de León. La acompañaba su madre. Cenaron cualquier cosa, vieron un rato la tele y se acostaron.

Ya por la mañana, Monserrat se dispuso a preparar unos mejillones. Triana le dijo que iba a invitar a su amiga y le envió un mensaje, aunque no recibió respuesta inmediata. Horas después, Raquel, que había estado de patrulla, sí la llamó al teléfono para decirle que no podía comer, pero que pasaría a tomar café.

Hacia la una y media, madre e hija salieron de casa. Pasaron por una sucursal de Caja León para mandarle dinero a la abuela y luego compraron pan en El Árbol. Comieron solas y se pusieron a ver la tele. Raquel llegó hacia las cuatro y diez y se tomó un té junto a su amiga, en la cocina, mientras Monserrat seguía en el salón con la mirada fija en la pantalla.

Vestida para matar

Una parca verde caqui y un revólver en la bandolera

La policía local se marchó hacia las cuatro y media. Tomó su Volkswagen Golf y se encaminó hacia la calle Lucas de Tuy. Aparcó junto a unos contenedores, cerca de una tienda de manualidades en la que, según afirmó más tarde ante la juez, quería adquirir algún material para sus clases de restauración. Monserrat y Triana salieron quince minutos más tarde por el garaje, a bordo del Mercedes. Pasaron frente al emblemático edificio Europa y recorrieron la avenida de San Marcos, hasta estacionar frente a la sede de UGT. La hija se quedó en la zona, mirando el escaparate de la confitería Fuensanta, que como todos los lunes estaba cerrada.

Monserrat se encaminó hacia la cercana avenida de la Condesa de Sagasta, que recorre la ribera del río Bernesga. Iba de caza. Buscaba a Isabel Carrasco. A la mujer que le había destrozado la vida a su hija. La que le había arrebatado una oposición con malas artes. La que le reclamaba 12.000 euros por cobros indebidos. La que le había arruinado otras cuantas oportunidades laborales. La que había abocado a su Triana a una depresión, a adelgazar 25 kilos, a estar tomando Tranquimazín. La que... La que... La que debía morir.

Llevaba una parca larga de color verde caqui sobre un vestido negro, unas bailarinas azules y un bolso negro, tipo bandolera, que le transmitía sobre el hombro derecho el peso del revólver Taurus del calibre 32 que reposaba en el fondo de lona. Un arma adquirida unos dos años antes, por dos mil euros, al dueño de un bar de mala reputación de Gijón. El mismo que le regaló una navaja que también portaba en el bolso. Sacó una gorra negra y se la colocó en la cabeza. Se enrolló en torno al cuello un fular negro con topos blancos. Cubrió sus ojos con unas Rayban.

Entonces la vio venir.

«Di el paseo para ver si la encontraba. Llevo mucho tiempo queriendo encontrarme con Isabel. Estaba obsesionada con el daño que le estaba haciendo a mi hija y también a mí. Lo he pasado muy mal. Lo que le ha hecho a mi hija no tiene nombre. Lo he pasado tan mal...», confesaría horas más tarde a la Policía.

En ese instante, sin embargo, no pensó en las consecuencias. Observó a su presa desde la distancia, caminando por la avenida Condesa de Sagasta en dirección a la pasarela que habría de llevarla, cruzando el río, hasta la cercana sede del PP, situada en la otra ribera, en el paseo de Salamanca.

La dejó entrar en el puente y se le aproximó con rapidez por la espalda. «No sé lo que sentí en ese momento. Fui increíble. Se me fue la cabeza». Eran las 17.17 minutos y había bastante gente en la zona. Una pareja ya entrada en años llegaba de frente. Monserrat, con la mano diestra metida en la bandolera, se apercibió de todo ello y se dijo que no era el mejor momento posible. Pero no dudó. El matrimonio pasó junto a Isabel y luego por su lado. Sacó el arma y accionó el gatillo, apuntando a la espalda de Isabel. A un metro de distancia era imposible fallar.

La líder del PP de León, la mujer más poderosa e implacable de la provincia, acusó el impacto y sintió doblarse sus rodillas. Cayó como a cámara lenta. La bala le había perforado la columna vertebral, le había destrozado la médula y se le había alojado en el corazón. Entró por la aurícula derecha y, empujada por el torrente sanguíneo, se le alojó en el ventrículo derecho.

La herida era mortal, pero Isabel aún conservaba una cierta conciencia. Mantenía los ojos abiertos. Monserrat se situó junto a su cuerpo y disparó otras tres veces a su cabeza. Uno de los proyectiles no dio en el blanco. Otro le perforó la mejilla izquierda. El tercero penetró por la nuca y le destrozó el cerebro.

Un charco de sangre comenzó a extenderse bajo su cuerpo exangüe mientras los gritos de las mujeres y los niños brotaban por todas partes. «¡La ha matado! ¡La ha matado!».

Un experto en seguimientos

Un rápido cruce con su hija para deshacerse del arma

Isabel sujetaba el fular con la boca para que su rostro no quedara al descubierto. Giró sobre sus bailarinas azules y regresó sobre sus pisadas. Pasó presurosa junto al hombre y a la mujer con quienes se había cruzado un instante antes y les lanzó una mirada de reojo. Ellos se apercibieron de que todavía empuñaba el revólver, pese a llevar la mano metida en el bolso.

«Avisa a la Policía, que voy tras ella», le advirtió Pedro a su atemorizada esposa. El viejo policía nacional, que durante largos años siguió a trileros, carteristas y rateros por las calles de Benidorm, no había olvidado su oficio. Sus adiestrados ojos archivaban por segundos los datos de mayor interés de la asesina: altura, edad, complexión, color del pelo, ropa, calzado... La seguía a una distancia prudente: Condesa de Sagasta, Lucas de Tuy, Plaza de Colón, Roa de la Vega... La perdió de vista unos segundos, pero en la Gran Vía de San Marcos volvió a encontrársela, pero esta vez de frente. Ahora llevaba una cazadora blanca, aunque de un brazo le colgaba la casaca militar. Tampoco se cubría para ese momento con el fular ni con la gorra negra.

Pedro no sabía que Monserrat ya se había desprendido del arma homicida. Había caminado hasta un pasaje del Mercado y allí le había entregado el bolso de bandolera a su hija, en un cruce apenas perceptible. «Deshazte de esto», la conminó.

Mientras Monserrat se dirigía hacia el coche, Triana encaminó sus pasos hacia la calle Lucas de Tuy. Eran las 17.19 minutos. Cogió un teléfono móvil, no el suyo, sino otro con una tarjeta prepago adquirida a nombre de un amigo, e hizo una llamada a Raquel. Duró 17 segundos.

Caminó unos metros más y se encontró con su amiga, que charlaba con un controlador de la ORA. Le preguntó si tenía abierto el coche y la policía local accionó el mando a distancia de su Volkswagen. Triana metió el bolso detrás del asiento del conductor y dijo: «Voy a la frutería; ahora vuelvo». No fue así. En lugar de ello, Triana desandó el camino y se dirigió al encuentro de su madre.

Todo se desmorona

Un grupo de policías registrando el Mercedes

El viejo policía en segunda actividad no desaprovechó la oportunidad. Vio llegar una patrulla de la Policía Local, que sin duda se dirigía hacia la pasarela donde se había cometido el crimen, y le hizo el alto. «Voy siguiendo a la mujer que ha disparado», alertó a los agentes. Miró a su alrededor para señalarla con el dedo y advirtió, con horror, de que había vuelto a perderla. Entonces se apercibió de que otro hombre indicaba con su mano un Mercedes deportivo y, con grandes aspavientos, afirmaba: «¡Se ha metido aquí dentro!».

Monserrat estaba sentada en el asiento del copiloto. Ya no llevaba la gorra, el fular, ni la parca verde.

-«¿Dónde está el arma, señora?», inquirió un agente.

-«¿Qué arma? Yo no tengo ningún arma», respondió la mujer.

Con todas las precauciones de que fueron capaces, la hicieron bajar del vehículo y la condujeron a otro coche patrulla. En el lugar comenzaron a congregarse policías, unos de uniforme y otros de paisano. No tardaron en hallar la cazadora verde caqui y la gorra negra en el maletero del Mercedes. Monserrat había pasado a estar formalmente detenida.

Lo que se encontró Triana al llegar a su destino no fue lo que esperaba. Vio su coche rodeado de agentes y preguntó qué ocurría. Los policías le contestaron a la gallega: «¿Y usted quién es? ¿De dónde sale? ¿Con quién ha estado?». Las explicaciones resultaron mucho menos que convincentes. Entre otras cuestiones, porque Triana aseguró que su madre se había ido a pasear y que ella decidió esperarla en la confitería Fuensanta. «¿Dónde dices? Esa cafetería cierra los lunes». Un minuto más tarde estaba también arrestada.

La hora de las manualidades

Raquel ocultó a todos que había estado con Triana

Mientras su amiga y la madre de ésta eran detenidas por su presunta relación con el asesinato de la presidenta de la Diputación, Raquel se subió a su coche y se dirigió a Trobajo del Cerecedo, donde por las tardes daba clases de restauración. Estaba ya en la academia cuando sonó su móvil. Su compañero de patrulla, Eduardo, le dijo que habían asesinado a Isabel Carrasco y que todo apuntaba a que habían sido Triana y su madre. Ella no le dijo que la acababa de ver. Tampoco que había estado tomando té en su casa.

Por la noche quedó con su hermana y varias amigas. Toda la conversación giró, lógico, en torno al crimen. Raquel siguió silenciando que había estado con Triana y su madre.

En el registro de la casa de Triana, los policías hallaron una pistola y gran número de balas. También varias bolsas de marihuana, que Monserrat asumió como suyas. «Un conocido me dijo que se las guardara y lo hice. No pensé estar haciendo nada malo», argumentó.

La sospechosa, esposa del comisario jefe de la Policía Nacional de Astorga, no tardó en confesarse autora del crimen. Su única preocupación radicaba ya en exculpar a su hija. «Ella no sabía nada», insistía una y otra vez.

En las dependencias policiales, la presunta autora del crimen se mostraba abatida. Angustiada. Dos policías judiciales, llegados desde Burgos el martes 13, le dijeron que iban a permitirle ver a su hija. Las dos mujeres se abrazaron. Monserrat le dijo que no se preocupara, que había asumido toda la responsabilidad y que ella quedaría libre. En un momento dado, se dirigió a los agentes y les recomendó que no siguieran buscando la pistola en el río, pues la tenía una persona. Triana reaccionó airada y reprendió a su madre: «¡Mamá, por favor, no digas quién la tiene!». Y entre dientes añadió: «¡Que es policía local!».

Los dos policías judiciales informaron a sus compañeros de que el arma podía tenerla un agente y, curiosamente, apenas quince minutos más tarde Raquel Gago llamó a un amigo, policía judicial, para decirle que se la había encontrado por casualidad en el coche, tras el asiento del copiloto. Habían transcurrido unas 30 horas desde el crimen. Todas las piezas del puzzle estaban ya sobre la mesa.