Editorial

Monstruos S.A.

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Ala vieja Europa le sigue fascinando lo raro, lo exótico, lo estrambótico. Igual que a los viejos reyes les fascinaban las fieras, los papagayos y los indios con plumas traídos del otro lado del Atlántico, igual que a las viejas gentes les encandilaban los trovadores y los cuentistas que hablaban de sirenas, de peces que hablaban y mujeres 'devora hombres'. Igual que a nosotros, nuevos europeos de una Europa vieja nos sigue cautivando lo extraño, lo diferente, lo que escapa de la supuesta normalidad.

Es por eso por lo que la vieja Europa, la que sigue latiendo ajena a la bandera azul de las estrellas, la que mira por encima del hombro a su oriente y a su occidente con un grave complejo de inferioridad que ni puede ni quiere resolver, se ha rendido a la encantadora deformidad de Conchita Wurst. Nada de lobbys gays, ni de postmodernidad, ni de tolerancia, ni de corrección política, no se engañe. Porque lo que ocurrió la semana pasada en el Eurovisión Song Contest -acostúmbrese a llamarlo así antes de que los chinos nos obliguen a hacerlo- no es nada nuevo. Ni siquiera responde, como han señalado muchos sesudos analistas de lo inanalizable, a un cambio de mentalidad europea, a una apertura de fronteras mentales, ni siquiera a un alarde de modernidad. El triunfo -si es que ganar el casposo festival de Eurovisión es el triunfo de algo- de la mujer barbuda responde simple y llanamente a la fascinación barroca por lo feo, por el horror. Una fascinación tan ancestral, tan nuestra que podría ser tranquilamente ese hecho diferencial en el que nos reconocemos todos los europeos. Porque la visión de lo anormal nos perturba a todos, pero a la vez nos causa cierto placer inexplicable. Eso sí que es morbo histórico y lo demás son tonterías.

Que Austria, la Austria de Sissí y de la familia von Trapp, se presente al concurso de prodigios e ingenios de la corte con un engendro que ni es hombre, ni mujer ni viceversa, sino que parece un cristo viejo, no tiene mayor trascendencia política, ni cultural, ni social. Que Austria, la de Mozart y la de Schwarzenegger, gane un festival denostado y trasnochado con un ejemplar raro y curioso de la colección palaciega de frikis no tiene nada que ver con mentalidades progresistas ni afrentas públicas al homófobo Putin -peor lo pusieron las polacas lavando a mano en un lebrillo y vendiéndose como magníficas esposas lecheras y nadie las ha llamado estúpidas ni ningún observatorio ha hecho ninguna observación.

El revuelo causado por Conchita Wurst, guapísima y feísimo a la vez, a medias entre San Antón y la Purísima Concepción, responde únicamente a la fascinación infantil por lo irreal, por lo que sucede cuando se apaga la luz de la mesilla y entran en escena los Monstruos de Pixar. Bastante horrible es la realidad que tenemos en esta Europa gris, viejísima y caduca como para que nuestra diversión sea tan anodina como Ruth Lorenzo, su 'Dancing in the rain' y ese pelo 'efecto mojado' tan mojigato. Recién salida del horno de los realitys y de los talent shows en los que el honor -qué palabra tan antigua- siempre tiene el precio de venta más barato, Conchita no es icono ni modelo de nada. No marcará tendencia ni pondrá de moda a la mujer barbuda a la que el Españolito ya había retratado en el siglo XVII, cuando aquella Europa se parecía tanto, tantísimo a esta Europa. Nadie hablará de ella cuando aparezca otro fenómeno de la naturaleza en la pantalla, cuando otro monstruo ocupe su lugar.

Porque el precio que ha pagado Conchita por ganar el bodrio de Eurovisión es demasiado elevado, los diez minutos de gloria más caros de su historia. Tom Neuwirth era un joven anodino con un futuro anodino como cantante. Un mediocre que, sin embargo, acató pronto el imperio de la ley de la oferta y la demanda. El senatus populusque romanus -al fin y al cabo los romanos hicieron más Europa que el Parlamento que votaremos la semana que viene- sigue hambriento de carne fresca y espera que salten a la arena del circo los gladiadores y las fieras, cuanto más exóticas, cuanto más salvajes, mejor.

En España lo sabemos, quizá porque fuimos los primeros en esto del examen de prodigios e ingenios de la corte de los Austrias, de la misma Austria de la que viene Conchita, por cierto. Más de cuarenta monstruos llegaron a vivir en palacio, Maribárbola, el Niño de Vallecas, Antonio el Inglés, Bautista el del ajedrez, Nicolasito Pertusato, Magdalena Ruiz, Chiqui, la Pelopony, Rosa Benito, Yong Li, Carolina Sobe, Sandro Rey, Belén Esteban, Kiko Rivera . Monstruos de ayer y de hoy, y de siempre.

No. A mí no me sorprendió que Conchita Wurst ganara Eurovisión. Su historia es tan vieja como el mundo. Así que no conviene hacerse falsas ilusiones. Nuestra Europa sigue igual que siempre, anclada en un pasado, que de tan pasado como está se está pudriendo lentamente. Europa no ha lanzado un mensaje al mundo a través de Eurovisión, no se ha pronunciado mediante una votación, ni siquiera los 'oich point' españoles -que demostraron que todavía es posible hablar peor en inglés que Ana Botella- decidirán nada en las elecciones del 25 de mayo. Lo único que ha quedado claro es que a la vieja Europa le sigue fascinando lo raro, lo exótico, lo estrambótico tanto o más que al dragón oriental que espera su turno para salir a escena mientras duerme. Cuidadito con despertarlo.