Tribuna

De reforma fiscal

CATEDRÁTICO DE HACIENDA PÚBLICA Actualizado: Guardar
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Con ocasión de la subida del IVA en 2010 por parte del Gobierno Zapatero (el tipo general pasó del 16% al 18%, y el reducido del 7% al 8%), quienes entonces ocupaban la oposición y hoy son gobierno iniciaron una furiosa y sistemática campaña contra aquella medida, incluso habilitando mesas para la recogida de firmas en muchas ciudades. Los argumentos centrales de aquella campaña apelaban a un par de principios de la Teoría de la Imposición. En primer lugar, la eficiencia, los impuestos deben distorsionar la actividad económica lo menos posible, es decir, no deben afectar al comportamiento de los agentes económicos. El IVA efectivamente suspende en este apartado: al ser un impuesto sobre el consumo, la manera de evitarlo es absteniéndose de consumir, que es lo último que uno desea en una fase recesiva. El segundo principio al que se apelaba era el de equidad o justicia entendida como capacidad de pago. Y otra vez el IVA hace aquí un trabajo deficiente: no es progresivo, no detrae más a quien más renta y riqueza posee, puesto que atiende meramente al consumo, por lo que, de hecho, incidirá más sobre las rentas más bajas en la medida en que estas dedican una mayor proporción a consumir.

Pero llega 2012, con una recesión redoblada, y el nuevo Gobierno decide subir nuevamente el IVA (del 18 al 21%, y del 8 al 10%, respectivamente, más una reclasificación de partidas que elevó considerablemente el impuesto sobre el consumo cultural). ¿Y qué pasa con aquellos argumentos? ¿Han dejado de tener validez? ¿Cómo es posible que darle una nueva vuelta de tuerca a la subida 'insolidaria, injusta, contraproducente y además ineficaz' de 2010 sea ahora lo más razonable? Pues simplemente porque se decide meter en escena otro argumento que, convenientemente ignorado entonces, hoy ocupa el primer plano: se basa en el principio de suficiencia, que proclama que los impuestos deben diseñarse de tal modo que permitan obtener una recaudación suficiente para cubrir los gastos públicos. Y aquí el IVA se presenta como una opción muy consistente: dispone de elevado potencial recaudatorio gracias a su amplia base imponible. Lo mismo puede decirse del IRPF.

Mi intención a la hora de glosar el episodio, aún no cerrado, de las subidas del IVA no es tanto el de poner de manifiesto el especialmente escandaloso doble lenguaje que mina el debate tributario, como el llamar la atención sobre la complejidad de un problema que en demasiadas ocasiones se pretende liquidar con eslóganes. Cuando los manuales de Hacienda Pública detallan los requisitos que debe cumplir un buen sistema tributario suelen avisar que, en ocasiones, estos suelen ser contradictorios entre sí: podemos tener impuestos sencillos y que exijan poco trabajo administrativo, pero muy probablemente eso se haga a costa de lesionar su equidad. Podemos tener impuestos que se adapten al ciclo económico y favorezcan su estabilidad, pero lo más seguro es que solo puedan hacerlo si condicionan fuertemente el comportamiento de los agentes económicos. En suma, parece que resulta imposible cumplir estrictamente con uno de los principios sin debilitar algún otro. De este modo, el objetivo ideal debe ser un punto de equilibrio que maximice el conjunto teniendo en cuenta, claro está, las preferencias de los ciudadanos, siendo conscientes de que cada opción tiene ventajas y desventajas en función de la perspectiva teórica desde la que se observe.

Sea lo que sea, parece claro que nuestro país sí necesita una gran reforma, tanto del sistema impositivo como de la Administración tributaria, que le dé respuesta a muchos de sus problemas, pero que al mismo tiempo no agrave los que ya soporta: por supuesto, hay que mejorar la recaudación que, para 2011, según Eurostat, fue de un 31,4% del PIB, que nos sitúa en el puesto 21.º dentro de la UE, donde la media es del 38,8%. Los partidarios de mantener un nivel impositivo reducido lo defienden en base a que generan incentivos que compensan por otro lado la pérdida directa de recaudación, pero nuestra experiencia más reciente, trufada de rebajas fiscales en los años de la burbuja, nos muestra que no es así: un bajo nivel impositivo no puede garantizar el mantenimiento de las prestaciones públicas. Las empresas consideran otros elementos aparte de los impuestos a la hora de decidir su localización y su actividad. Es decir, los impuestos no tienen por qué ser dañinos para el empleo y el crecimiento. Los países nórdicos son ejemplo de conjugar altos niveles impositivos y una elevada pujanza económica gracias a un diseño sensato de su cuadro tributario. Ello les permite combinar un alto nivel de competitividad, buenos resultados macroeconómicos (en términos de empleo, finanzas públicas o balanza de pagos) con un sector público de grandes dimensiones y una elevada recaudación tributaria. En general, también presentan un alto grado de empleo público, una distribución equitativa de la renta (redistribuida a través de impuestos y prestaciones), altos niveles de inversión en innovación, una buena educación y un sector empresarial muy dinámico).

Las razones que explican estos resultados están en que disponen de impuestos con bases imponibles muy amplias que les permiten no tener que establecer tipos demasiado elevados que lleguen a ser distorsionantes. De hecho, aunque su recaudación tributaria sea elevada, sus tipos impositivos no son muy superiores a los de otros países europeos, cuando no son inferiores.

Otro aspecto que necesita una profunda reorganización es el de la Administración tributaria, sobre todo para que defraudar deje de ser un ejercicio rentable. Esto se consigue haciendo aumentar la probabilidad de detección y sanción del defraudador, así como mejorando la eficacia en el cobro de deudas.

Recogiendo las conclusiones del profesor Jorge Onrubia (Foro Fiscal IEB diciembre 2012), en primer lugar, la AEAT necesita una reforma orgánica que asegure: (1) su estricta profesionalización e independencia del poder político (es el caso de las agencias de los países anglosajones y del centro y norte de Europa); (2) una especialización en la investigación y lucha contra el fraude, y (3) la coordinación tanto a nivel interno (entre órganos de gestión, inspección y recaudación), como con otros órganos estatales (Seguridad Social, Industria, Interior, etc.), y con otras instituciones, tanto regionales como internacionales.

En segundo lugar, las plantillas deben adecuarse a la relevancia social de la actividad de administración tributaria; establecimiento de un sistema retributivo claramente ligado a objetivos de lucha contra el fraude y no basado en resultados de recaudación a corto plazo; diseño de carreras profesionales que prime la especialización a todos los niveles, su formación continua y fomente la permanencia del personal en las unidades, sin detrimento de sus expectativas retributivas.