Los trenes de línea convencional circularon ya ayer por una de las vías afectadas por el accidente. :: EFE
ESPAÑA

La lluvia que salvó vidas

Poco después de que se levantaran de los bancos, el vagón les pasó por encima y convirtió la explanada en un escenario irreconocible Un chaparrón vació de gente el Campo de Baile de Angrois minutos antes de que allí aterrizara el vagón número cinco

SANTIAGO. Actualizado: Guardar
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Un chaparrón vació de gente el Campo de Baile de Angrois minutos antes de que allí aterrizara el vagón numero cinco. Quince días antes a esa hora se celebraban verbenas en la plaza

A media tarde del miércoles, comenzó a llover. No fue mucho: un chaparrón sin mayores pretensiones que terminó siendo un molesto chispeo. En Angrois, el pequeño barrio de Santiago clavado en el mapa con 78 cruces, pensaron que la tarde se estaba poniendo mala. No sabían cuánto. Tampoco podían imaginar en ese momento que la lluvia que les fastidiaba el paseo iba a salvarles la vida a varios vecinos del pueblo. A día de hoy, de los bancos en los que varios ancianos pasaban la tarde hasta que cambio el tiempo, no queda nada. A las 20.42, poco después de que se levantaran, el vagón número cinco del Alvia Madrid-Santiago les pasó por encima y convirtió el Campo de Baile en un escenario irreconocible.

Que 78 personas murieran en un accidente no es para que se mente a la buena suerte, pero sí que pudo ser mucho peor. Uno de los centros sociales del barrio y parte del Camino Viejo de Santiago es la explanada de asfalto donde aterrizó el vagón. «Es un milagro que no muriera nadie de aquí porque en esa plaza siempre hay gente», admite el presidente de la asociación de vecinos de Angrois, Anxo Puga. Una de ellas era Patricia Díaz, una joven que vive a 300 metros de allí y que había salido a sacar a sus dos pequeños perros 'yorkshire'. Había salido de la plaza un minuto antes del accidente. El vuelo inaudito del vagón elevado a más de cinco metros por el efecto palanca del tren descarrilado le cogió a pocos metros, subiendo la cuesta a su casa. Quedó petrificada. «No era su día», dice Pilar Giadas, su madre, que se encoge de hombros mientras mira a la enorme locomotora tumbada sobre la cuneta de las vías como una ballena metálica que ha arrastrado un temporal hasta la playa.

El vagón, junto a su casa

Bendito chaparrón. De no ser por él, Marta Guerra no se habría quedado en casa viendo desde su ventana en su casa de la plaza cómo el tren salía del túnel «lanzado» y emitiendo un desagradable chirrido. «Tenía que descarrilar sí o sí». La víspera, y la víspera de la víspera, y cualquier día que hiciese buen tiempo estaba jugando con su hija en ese mismo asfalto en el que quedaron esparcidos los hierros, los cristales y los asientos verdes manchados de rojo. Los restos del tren pararon su inercia demoledora a diez metros de la puerta de su vivienda.

Al lado de su casa abre el bar Rojas para atender a la prensa y a vecinos que aún no han logrado salir de su asombro. Una vez pasada la tragedia de los pasajeros a los que ayudaron a brazo partido, algunos incluso poniendo en riesgo su vida, queda preguntarse lo que podría haberles ocurrido a ellos. Las historias se multiplican. Funciona así: uno habla y los demás menean la cabeza impresionados, dignos en un duelo que han llevado con tranquilidad, dignidad y discreción, sin alharacas, casi a la japonesa. Abajo, los trenes vuelven a circular y se supone que la vida sigue su curso, pero en el Rojas todavía nadie se atreve a reír. José, el dueño, deja abierta la narrativa: «Si esto pasa hace dos semanas...».

Esto que llega no es más que un ejercicio de historia ficción, pero si el tren hubiera descarrilado hace quince días, tal vez esta noticia estuviera hablando del doble de fallecidos. En esas fechas, durante tres días y tres noches, Angrois celebraba las fiestas en honor de San Antonio y en el Campo de Baile se celebraban verbenas con más de 200 personas. A las nueve menos cuarto bailaban los jóvenes. Poco antes, los niños.

Pegado a las casas se levantaba el llamado palco de la música, un pequeño escenario de obra al que subían las orquestas y los grupos en noches de fiesta como las recientes. Los vecinos lo querían tirar. Un eje de metal de varios metros que salió despedido del tren hizo su trabajo. Hoy no es más que un montón de escombros.