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Vomitando historia

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Durante años tuve el privilegio de abrir cada mañana mi ventana al yacimiento arqueológico del Cómico, mucho antes de que creciera sobre él el teatro de títeres o de lo que sea. Desde aquella atalaya de la historia vimos al primer muerto que apareció -Valentín lo llamaron luego-, tan grande y con tan malas hechuras, que dio pie a toda clase de conjeturas de detective malo, que si un asesinato, que si un esclavo, que sin un incendio. Las entrañas de la ciudad seguían vomitando historia y una mañana, cuando vimos la gran cisterna romana y aquellos enterramientos infantiles que parecían sacados de cuentos góticos fue como si de repente comprendiésemos que allí y no en otra parte, estaba el origen de esa ciudad de los tres mil años de la que tanto nos habían hablado. La gastroenteritis histórica arrojó sellos de barro, jarros para aceite, una aguja para tejer esparto y montones de huellas de la vida cotidiana en un Gadir tan lejano que se resistía a dejarse ver por completo. Por eso costó tanto llegar hasta el origen, hasta esa urbanización fenicia donde aún es posible distinguir las calzadas de arcilla, y el suelo de las viviendas y hasta los restos de una comida a medio hacer que nuestros tatarabuelos dejaron a la carrera sin que se sepa aún muy bien por qué.

Con el tiempo -porque ha pasado tiempo- me emociona pensar que sin darme cuenta he estado asistiendo cada mañana al derrumbe de nuestro futuro mientras se forjaba con fuerza el armazón de nuestro pasado, delante mismo de mi ventana. Por eso, y porque siempre he pensado que para saber a dónde vamos es indispensable conocer de dónde venimos, es por lo que tanto me alegra que por fin se vaya «a poner en valor» -que es como los políticamente correctos entienden esto- la ciudad fenicia que yace bajo montones de escombros históricos. Ahí abajo sigue latiendo el corazón de quien fuimos un día, y tal vez ahí sea donde recuperemos nuestro lugar en el mundo. Dar luz a tanta sombra ha sido siempre un sueño. Ahora solo falta que se haga realidad.