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Dog Shit Park

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Simplemente esparcen amor? ¿Se trata ante todo de una entrañable, tal vez inconsciente, forma de compartir aquello que sienten parte de sí mismos? ¿Son por ello pequeños regalos desperdigados por las aceras, o envueltos en el lienzo verde del césped de nuestros parques?

De ser así, no nos asalte ni el asco ni la ira, no veamos con malos ojos el rastro de las deposiciones que los perros dejan tras de sí en las vías públicas, en sus diarias salidas a la calle, guiados de las limpias manos de sus dueños. Son rastros de cariño. Sucio y maloliente, pero cariño al fin y al cabo. Si es así, nada que objetar. Acojamos con parejo sentimiento esas repelentes pruebas de amor.

Claro que el amor, como ocurre con todo sentimiento humano, tiene también su lado oscuro. Que el egoísmo te lleve a creer que aquello que tú quieres ha de ser también querido por todos los demás, esta es la cara perversa del amor. Quererte a ti mismo supone entonces que todos deben quererte en la misma medida. El cariño que despierta en ti tu hijo debe hacerlo también en los que te rodean. O que todos deben amar a tu perro tanto como tú mismo. Que ese aroma o ese pastel que te enamoran deben hacer también las delicias del prójimo. Eso te lleva a creer que al resto de la humanidad las cacas de tu perro le resultan, como mínimo, tan tiernas como a ti.

Con todo, seamos, por si las moscas, comprensivos. Cuando te cruces por la calle con ese pulcro caballero o, en su caso, esa complacida señora que asiste al rito de su chucho asperjando la base de una columna con su particular agua de colonia, o espera con envidiable paciencia a que el animalillo acabe de depositar el vaporoso contenido de sus tripas sobre la misma fresca yerba del parque que tan solo un rato después pisarán tus hijos, no te dejes llevar del arrebato irracional del odio y, ni siquiera, de la más elemental repugnancia. Solo di: esparcen amor. Y luego, tan aliviado como el mismo animal y su dueño, prosigue tu camino.