Sociedad

ÓMAR

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Tenía unos diez años. Diez años somalíes, lo que supone valorarlo como un gran guerrero vencedor de la muerte. La inculta miseria y la insidiosa muerte conviven en amasiato. Ómar quería a toda costa ser mi chofer. Vivaz y mínimo como una musaraña, bello hasta el delirio, me arengaba con grandes filípicas, en un amasijo de swahili e italiano, instándome a que le contratara. Se alebrestaba insumiso cuando su madre, nuestra querida Amina, otra belleza excelsa de gran cuajo moral e inteligencia virginal preclara, le recordaba dulcemente que no llegaba a los pedales del Land Rover. Dominado el berrinche, gracias al gineceo, insistía en sus reclamaciones laborales argumentando que en Italia los coches eran menos voluminosos. Sorprendían de él, su recia dignidad y su dramatúrgico orgullo. Podía pedírsele cualquier cosa, pero sin recurrir al engatusamiento almibarado. Encajaba rezongando que le aconsejáramos olvidarse de los vehículos motorizados aprendiendo a montar dromedarios para abrirse camino promisorio en Emiratos gracias al prestigio de los jinetes somalíes. Se lo aconsejábamos, porque manejaba a los broncos machos con buena mano, sin arrugarse ante sus tarascadas y mordiscos. Jamás le vi achantarse ni llorar. Pero ese añejo oficio para elegidos, no le atraía, alegando que no era moderno. Así de epigramático y lacónico. Ni Marcial le llegaba al zancajo.

Los turbios ensayos de modernización antropológica que Rusia desarrolló en Somalia, durante su perversa colonización, como el de obligar a pescar a los pastores, entre otros despropósitos, se realizaron desde el imperialismo zootécnico occidental. Desde la egemónica soberbia que obligaba a los niños, como Ómar, a alejarse de su profunda cultura tribual para acogerse a modelos foráneos de conducta tenidos por progresistas. No cabe la modernización sin desarrollo. El desarrollo comporta la evolución pausada de las tradiciones, de la moral, a medida que se asimilan los conceptos de la 'libertad de dominio' que nos otorgó la máquina de vapor de James Watt. Para Ómar y su cultura, el dromedario suponía ser una 'herramienta' utilitaria y comestible, que él dominaba desde el ejercicio portentoso de la racionalidad habilidosa. Mucho más sugestivo y armónico que ser chofer.

Los progresismos, las progresías, nos han hecho perder la conciencia de que el alma humana no aspira a modernizarse, porque su estro metafísico no evoluciona desde los apresuramientos de las modas. Así, el alma juvenil contemporánea no puede buscar su realización equilibrada, emparedada entre unos auriculares atosigantes y una red social liviana e impúdica, que les condenarán a la sordera y a la pérdida de la locuacidad trascendente, oral y escrita. De parecida manera, un niño no puede ser un alarido ingobernable, un capricho sistémico egoísta, pues esta veleidad enfermiza inducida nos hará preferir al buldog francés modosito. Avizoren el porvenir reconstructivo de Cádiz, y Europa, en la Plaza de Mina y reflexionen.