LA RAYUELA

Utopía y distopía

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El Foro Económico Mundial habla ya de un horizonte tan malo e imprevisible que lo califica como una antiutopía (distopía) que amenaza a los países desarrollados con una crisis que se adivina sistémica, con la incapacidad de disminuir las crecientes diferencias sociales, la especulación con los recursos básicos (agua, alimentos, energía) y la amenaza ecológica. Pero, sobre todo, con «la creciente frustración de los ciudadanos con los poderes político y económico» ante la incapacidad de los gobiernos para mantener la esperanza de un futuro mejor (utopía), y advierten sobre «la rapidez de la movilización pública a través de las tecnologías de conectividad».

En los tink thanks conservadores, se reflexiona acerca de lo que será necesario modificar para que no se perciba la distopía y aunque nada sustancial cambie, pueda venderse como utopía un presente-futuro que amenaza seriamente la convivencia social, por las tensiones derivadas de la injusticia en el reparto de cargas y beneficios.

La utopía es consustancial con la especie humana y la historia muestra cómo la evolución de las sociedades ha estado condicionada o dirigida por las ideologías, que es donde se plasman las distintas utopías que dan sentido a la existencia, incluido aceptar los sacrificios del presente en función de las esperanzas de futuro, si no para nosotros, al menos para nuestros hijos. Hay utopías personales, familiares, locales, nacionales o colectivas, dependiendo del ámbito en el que se proyectan y, con ello, de la naturaleza de los materiales con los que se construye. A veces la utopía es tan humilde como aspirar a que el futuro no sea peor que el presente o que nada amenace la convivencia.

Hay, por el contrario, utopías tanto personales como colectivas que niegan la bondad del orden y los sistemas de autoridad o representación establecidos, y plantean nuevos escenarios sociales y fórmulas de representación y gestión pública. Cualquier utopía social en estos momentos parece una ucronía (fuera del tiempo), pero nunca fue tan necesaria como ahora. La socialdemocracia, que tanto en el crack del 29 como en los años cincuenta fue capaz de anteponer una utopía colectiva al individualismo del 'sálvese quien pueda', debe en estos momentos de distopía ser capaz de reinventarse un relato en el que la dignidad de los más débiles esté asegurada por un estado del bienestar que garantice su autonomía y que, siendo viable en el marco de la globalización, no hipoteque la autonomía y dignidad de la política. Y hacerse perdonar haber abandonado el ethos en manos del mercado.

Empeño difícil en una Europa que ha restringido al máximo la capacidad de formular políticas autónomas frente a la crisis y que exige una sumisión ideológica a su distopía, haciéndonos comulgar con el neoliberalismo menos humano, el que abandona en caída libre a los eslabones mas débiles, hasta que el riesgo de ruptura permita que el miedo mate cualquier utopía social.