Tribuna

Masacre

PROFESOR Y ESCRITOR Actualizado: Guardar
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Pongamos por caso que una mujer en la intimidad de su hogar decide hacer uso de su libertad y de su cuerpo. Pongamos por caso que esa mujer esté casada. Incluso podemos imaginar que sea madre de uno o dos hijos. Imaginemos también que esa mujer se valiera de las actuales redes informáticas para establecer secreto contacto con algún desconocido en cualquier rincón del Planeta.

Supongamos además que ese fulano, atendiendo a un instinto cobarde y alevoso, no encontrara reparos a la hora de hacer público aquello que la mujer, dejándose llevar de la ingenuidad o puramente del deseo, mostró solo a él. Quizás en una ciudad, amparada en el denso follaje del anonimato, tal hecho no levantaría apenas polvareda. ¿Pero qué le ocurriría a esa mujer si este mismo episodio sucediera en un pueblo donde todo el mundo se conoce?

Estaríamos sin duda ante un acto merecedor de irrevocable sentencia de lapidación. Hombre, no una de esas lapidaciones sangrientas que llevan a cabo los bárbaros machistas contra la mujer adúltera en países donde todavía impera ese tipo de leyes inhumanas. Nosotros, por fortuna, estamos más civilizados. En nuestra avanzada sociedad el teléfono móvil, con sus mil posibilidades de comunicación, ocuparía en bolsillos y bolsos el lugar que otros pueblos más atrasados reservan a los afilados guijarros. El teléfono móvil en estos casos, y que Celaya me perdone, sería un arma cargada del odio más infame y primitivo. Pistolas prestas a descargar contra la pecadora y todo aquel que se colocara a su lado.

Haría falta entonces la presencia de alguien con suficiente autoridad moral que, en solemne tono evangélico, invitara de nuevo a arrojar la primera piedra a quien se encontrara libre de pecado. Aunque se nos presentaría el inconveniente de que quienes se declaran seguidores de este credo han sido precisamente los que con mayor ahínco, desde púlpitos y confesionarios, han obrado a favor de convertir el disfrute sexual, sobre todo si se trata de una mujer, y no digamos si está sometida al sagrado vínculo del matrimonio, en algo sucio y pecaminoso. A ver cómo desfaceríamos pues tal entuerto.

En los pueblos, todavía hoy, con el rico nutriente que supone el conocerse, continúa muy viva la cruel figura moral del escándalo. Y a quien escandaliza pues ya se sabe, rueda de molino atada al cuello y empujón a las aguas profundas del repudio social. Perdura ese rígido control, esa vigilancia constante para que ningún espabilado saque los pies del plato, para que nadie se atreva a hacer lo que ningún otro ha osado hacer antes. Los que acatan la ley y aceptan de mejor o peor gana sus restricciones se van convirtiendo, a fuerza de resentimiento, en los más fieles guardianes de la ortodoxia. Y esta cobra virulencia especialmente en lo que atañe a la vida sexual de las mujeres.

Lo más curioso del caso es que, una vez que el discurso feminista ha calado con fuerza hasta en las mentalidades más pétreas, las mismas mujeres que hoy en día alzan en los pueblos su voz reivindicando igualdades que nadie puede negarles, son las primeras que lanzan las piedras contra la protagonista de tal o cual escándalo, plegándose de ese modo, en absurda esquizofrenia, al servicio de la mentalidad machista que con tanto afán se esfuerzan en combatir.

De igual modo, todos los que acribillan a la autora de tamaña fechoría andan muy lejos de entender que el escándalo está arraigado no en la intención o el descuido de la víctima, sino en los ojos malsanos de quienes miran. A aquellos que determinadas imágenes les resulten escandalosas lo arreglan de manera sencilla con no mirarlas. Y quizás también encontrarían lenitivo contra tal sarpullido moral evitando participar en los corros de habladurías acerca del escabroso asunto. Basta con decir: «Eso no es de mi incumbencia».

Pero ya se sabe que propugnar tal tipo de comportamiento es como pedir peras al olmo. Porque detrás de todos los factores familiares, sociales, morales y hasta religiosos, si me apuran, que enmarañan la madeja palpita la más perversa forma de satisfacción. Se extrae un maligno placer del hecho de devorar a quien de algún modo ha osado levantar la cabeza más de lo permitido, máxime si el plato viene condimentado con la pimienta del sexo. Ese disfrute que se obtiene de infringir cuanto más sufrimiento mejor al semejante se llama sadismo, y este sí que es síntoma de una verdadera podredumbre de corazón frente a un simple acto masturbatorio. Desde luego tal placer se incrementa si el daño no se reduce a un solo individuo, sino que también alcanza al cónyuge de la lapidada, a sus padres y a sus hijos.

Es preciso revelarse contra ese tipo enfermizo de conductas si queremos construir una sociedad libre que respete el derecho de todos a su intimidad, y de especial manera se ésta resulta violada de forma traicionera, sin afanarse en buscar tal o cual agravante. Para ello resulta preciso socavar los viejos muros de esa mentalidad fraguada en tiempos de hoguera e inquisición. Lo comento por si un caso de estos llegara a darse.