Sociedad

UN ESCRITOR SIN MIEDO

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Estas líneas están escritas desde la gratitud, además de la admiración. Conviene aclarar estas cosas, por honestidad hacia el lector y también porque en este caso es de justicia hacerlo. El que suscribe le debe algo a Jorge Semprún, algo que le costará mucho olvidar. Allá por enero de 1997, su apoyo fue decisivo para que una novela titulada, significativamente, 'La flaqueza del bolchevique', se proclamara finalista del Premio Nadal. Para su bisoño autor, todo cambió a mejor a partir de entonces.

Solo coincidí con Semprún una vez, en un Nadal posterior. Pude agradecerle personalmente su apuesta por mi trabajo como miembro de aquel jurado, lo que me ahorra ahora la sensación de haber omitido algo importante. Y pude darle las gracias también por su escritura y su ejemplo de vida, que es lo que en estos momentos corresponde ponderar. Sobre todo, porque cuando se va alguien como Jorge Semprún, uno tiene la sensación de que el país en que nació se caracteriza por ser tan cicatero con los mejores entre los suyos que éstos, una y otra vez, han de acogerse al calor de otros que sí saben apreciarlos. Que uno de nuestros más hondos y conmovedores escritores del siglo pasado acabara expresándose principalmente en una lengua prestada, debería ser motivo para la reflexión, cuando no para el bochorno de quienes leemos y escribimos en su español nativo.

Destacó el hombre por su coherencia, y como tantos otros, eso le hizo ser percibido y repudiado más de una vez como traidor a los suyos. Nacido en una familia burguesa, optó por la militancia comunista. Habiendo cubierto una hoja de servicios al comunismo difícilmente igualable, acabó rompiendo con sus camaradas y denunciando sus tropelías. Ya en su vejez, participó como ministro en un proyecto político del que también terminó, en cierto modo, renegando con el tiempo. Es el sino de los hombres leales a sus principios, en un mundo donde éstos son fungibles para la mayoría de los que toman las decisiones.

Para entender a Semprún, un hombre y un intelectual que decidió no tener miedo, y exponerse una y otra vez al peligro y a la censura de los que no tenían ni su audacia ni su independencia, acaso ningún libro mejor que el estremecedor La escritura y la vida, donde da cuenta, con el poso de los años, de la más extrema de las experiencias que le fue dado vivir: sus dieciséis meses de cautiverio en el campo de exterminio de Buchenwald. Una lección ejemplar de humanidad, y una lección no menos ejemplar de literatura. Leyéndolo, uno comprende por qué su autor decidió alimentar de verdad sus ficciones. Y por qué sus ficciones contribuyen, como las de pocos otros, a restituirnos la verdad colectiva de la época convulsa que le tocó en suerte.