Sociedad

LA OTAN Y EL MAR

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Los cementerios marinos no tienen lápidas. Sería inútil erigirle un mausoleo a los que en vez de descansar en tierra descansan en mar. Por supuesto a ellos les da lo mismo. Quizá los muertos lo sepan todo, pero no hay que descartar la posibilidad de que una vez ingresados en la Nada, con mayúscula, no sepan nada. Esta creencia en la total amnistía del alzhéimer póstumo también puede resultar consoladora, pero de momento nos hacen gracia los grandes mausoleos. Incluso las costosas sepulturas donde los agradecidos herederos intentan perpetuar, con mármoles y letras doradas, el glorioso nombre de sus antepasados y aspiran, aunque no experimenten la menor prisa, a ocupar un sitio en el panteón familiar. Quienes mueren en el mar no tienen ese problema, ni corren con ese gasto.

«El mar es el morir», que dijo el clásico, pero no hay que darle una propina al sepulturero. Quizá por eso la OTAN haya dejado que decenas de inmigrantes africanos fueran abandonados a su mala suerte en el Mediterráneo, que empieza a poblarse de bañistas internacionales. Un barco a la deriva pidió socorro cuando dejó Trípoli para dirigirse a Lampedusa. Parece que iban a bordo muchos pasajeros, pero todos eran de tercera clase, quiere decirse que había mujeres, niños y refugiados políticos. Hubiera sido un rescate infructuoso y se prefirió dejarlos morir. No se sabe con certeza cuántos eran, ya que ni los nigerianos, ni los eritreos, ni los ghaneses, ni los sudaneses están contados. Es muy laborioso hacer el padrón de que los que no tienen madre patria. Lo único que sabemos de ellos es que han servido para escribir algunos textos sobre los derechos humanos.

La indiferencia del mar ya era conocida. Las olas, que se heredan a sí mismas y que siempre vuelven a empezar donde acaban, cumplen su misión, pero ha quedado en entredicho la misión de la OTAN. No nos podemos fiar de nadie, ni de Neptuno, que ha perdido el tridente, ni de los políticos, que han perdido la vergüenza. La marea alta se ha llevado la piedad.