LA HOJA ROJA

HAY UN EXPERTO EN MÍ

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Es evidente que los medios de comunicación -acuñación terminológica que no deja de ser bastante ramplona y timorata, por cierto- han ido ocupando el lugar que antes tenía el patio de vecinos, el mentidero, y muchísimo antes el ágora ateniense, la plaza pública a la que se iba para ver y escuchar a los demás, para informarse -y para formarse, por qué no- de lo que estaba ocurriendo. Es evidente, y estamos hartos de oírlo, que las redes sociales, los blogs, las televisiones, las radios e incluso el formato impreso de los periódicos van configurando en cada uno de nosotros una opinión personal que no es más que un calco de lo que interesa que sea la opinión pública. Porque no hay medios de comunicación definitivamente neutrales ni objetivos, sino que como decía Hannah Arendt la llamada «opinión pública» tiene algo de avasallador y de conductista desde el momento en que los ciudadanos la aceptan como propia llevados por el automatismo que impone la incapacidad de la discrepancia. No hay más que verlo. Si los gaditanos fuimos los «pichas» porque así lo impuso Ismael Beiro cuando salió de la casa de Gran Hermano con una bufanda del Cádiz y así lo asumimos borregamente con más resignación que complicidad, a partir de ahora y gracias a la bochornosa bronca de Chari y Rubén -las nuevas aportaciones gaditas al mundo de la comunicación- seremos todos unos «hijos de puta» porque así lo justificó la rubia de mentira en un plató de máxima audiencia: «es que soy gaditana», dijo «y los gaditanos hablamos así». Qué le vamos a hacer. Cría fama y échate a dormir, que mientras unos están criando la fama otros vendrán y cardarán la lana.

Porque no somos como pensamos, sino como nos ven los demás. De eso, sabemos aquí más que nadie. Por eso es por lo que hemos desarrollado hasta las cotas más altas el instinto de supervivencia, sacando de nosotros mismos no lo mejor que llevamos dentro, sino esa camaleónica necesidad de ser el muerto en el entierro, la novia en la boda, el niño en el bautizo. lo de siempre. Por eso, es por lo que cada gaditano lleva dentro un ingeniero -nadie como su vecino para hablar del diseño del nuevo puente-, un arquitecto, un presidente del Gobierno, un economista, un buzo -que le diga su prima Paqui cuántos pecios ha visto en la bajamar-, un arqueólogo, un poeta. Lo último, es sacar al experto doceañista que todos tenemos en el armario. Todos sabemos más que todos sobre las Cortes, sobre la Constitución, sobre el Doce, el Trece y hasta el Catorce si hace falta. Porque, ya lo sabe, hay un experto en mí.

Un experto que, en nombre de la coloquialidad y del acercamiento al pueblo, no tiene miedo a meter la pata ni a colocar la plaza de Candelaria en un plano de 1812, ni a confundir los nombres de las calles, ni a publicar barbaridades. «Total, para lo que es», se dicen ante el espejo de la opinión pública, «la gente lo entiende». Sí. Igual que entendemos a Chari y a Rubén. Un experto que no tiene reparos en reducir todo el proceso constituyente a las bombas que tiran los fanfarrones, en nombre de no sé qué virus que contagia -más bien que infecta- a la ciudadanía. Un experto que es capaz de asociar los quesos de Castronuño y los caramelos pringosos de un mercadillo callejero con el asedio militar a la ciudad. Un experto que tiene potestad para tirar por tierra cualquier iniciativa que venga aunque sea del aire. Y para muestra, el botón que no nos falte.

Esta semana que acaba se presentaba la Declaración de Cádiz, un documento firmado por el Foro 2012, que pese a su aspecto cutrecillo -de seudopergamino enrollado y atadito en burdeos- parece que sigue siendo la apuesta más seria y menos doblegada a las subvenciones públicas y a los intereses oficiales de cuantos disparates se han presentado hasta ahora. Por lo menos, no incluyen entre sus propuestas fuegos de artificio ni trucos de magia, no proyectan castillos en el aire ni exposiciones mediáticas. Entre sus propuestas están el reconocimiento de Cádiz como cuna y sede del constitucionalismo, la creación de un Archivo Constitucional Estatal, la declaración del centro histórico como Patrimonio de la Humanidad -nada de espejismos inmateriales como el carnaval o las mareas-, la ampliación del Puerto de la Bahía, la recuperación de las salinas, la creación de una central termosolar o la articulación metropolitana de la bahía potenciando el transporte público colectivo. Como ven, nada que le alegre las pajarillas a la «opinión pública», entendiéndola en el más gaditano de los sentidos. Más bien todo lo contrario, pues sacando de nuevo al experto que todos llevamos dentro, hay quien se ha permitido el lujo de llamar «pamplinas» a la propuesta y «enchufados vagos y voceros del poder» a quienes se han atrevido a proponerla.

Así nos va. Proclamando a los cuatro vientos que lo nuestro es lo mejor, lo más barato, lo más bonito, lo más vistoso. Que no vengan de fuera a decirnos lo que tenemos dentro, que ya sabemos de sobra la porquería que escondemos detrás de la puerta y debajo de la alfombra, porque es nuestra. Porquería, pero nuestra. Y que no nos cuenten milongas en el nombre de la Pepa, que no vengan Sami Naïr ni Susan George -que seguro que no son de aquí- a vendernos las papeletas, que la lotería es otra de nuestras especialidades y el premio, si es que lo hay, es solo para nosotros. Así nos va, creando opinión pública. Resistencia en estado puro, en estado bruto. La marca de Cádiz.