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SEPULTUREROS DE ESTATUAS

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Algo hay en la naturaleza humana que obliga a un doble comportamiento, por una parte la gente se dispone a socorrer al vencedor, como si le hicieran falta los auxilios, y por otra empuña cada uno su hacha para hacer leña del árbol caído. A distinta escala, ocurre con Gadafi y con Ruiz-Mateos. Es cierto que ambos tenían un árbol con demasiados pájaros en sus respectivas copas, pero parte de la culpa corresponde a los jardineros. Ahora EE UU ofrece «todo tipo de ayudas» para derrotar al demente tirano libio, mientras los bancos y las cajas españolas le están ajustando las cuentas al soñador vitivinícola jerezano. Lo raro es que los padrinos estén haciendo ahora de sepultureros.

Hay cosas que aunque se estén viendo venir creemos que nunca van a llegar. Sólo cuando se derrumban las estatuas aparecen los sepultureros para darle digna sepultura. Los rebeldes cercan Trípoli y los accionistas y la Seguridad Social cercan Rumasa. La primera sublevación va a costar muchos muertos y la otra va a costar mucho dinero. Es precipitado hacer un balance, pero siempre es mejor perder la talega que la existencia. Entre la bolsa y la vida, en caso de que den a escoger, no cabe duda en la elección. Lo que si cabe, y de manera muy holgada, es el desacierto de los electores. Quienes creyeron en el cruel payaso dueño de buena parte del petróleo, y quienes confiaron en el arriesgado señor que gustaba disfrazarse de payasete para defender sus bodegas, sólo hay un parentesco posible: la ambición.

No se sabe cuál es la medida exacta del deseo de poder o de dinero, pero sobre todo se ignora cuál es la vara de medirla. Los que la tienen colmada no la disfrutan por el ansia de acrecentar su influencia o sus monedas. Cervantes, que habló de todo mientras cabalgaban juntos don Quijote y Sancho, distinguía entre la ambición generosa, que es la de aquellos que pretenden mejorar su destino «sin perjuicio de terceros», y la otra. La de siempre. La de los que creen que no se van a morir nunca.