LOS LUGARES MARCADOS

Elogio del caminante

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Decía San Agustín de Hipona (que aparte de santo, y por encima de esta condición impuesta a su persona, era un sabio) que quien no viaja es como el lector que no pasa de la primera página de un libro. En el siglo IV de nuestra era, el viaje era un concepto muy diferente del que manejamos ahora. Viajar, hasta hace bien poco, era ir a lomos de una bestia (caballo, camello o similar), navegar en frágiles embarcaciones movidas por el viento o a fuerza de brazos, o caminar. Y esta última opción, barata, ecológica y universal, es la que quiero recomendar.

Desde el tren o el automóvil el mundo se ve menguado y acelerado; los campos son acuarelas difuminadas, tan hermosas como intangibles; los seres que en ellas se mueven tienen la consistencia de los fantasmas y los sueños. Desde el avión, ni digamos: la tierra se reduce a diorama, a maqueta minuciosa cuyos edificios, montes y mares no podríamos habitar. De los medios de transporte artificiales, sólo la navegación da la medida del tiempo humano, pero no se puede ir a cualquier lugar en barco...

Caminemos, pues. Andar senderos, pararse en un recodo a contemplar un árbol o un ave, refrenar el paso para saludar a otro caminante y charlar con él, son maneras de adentrarse en el libro de la vida. La caminata es el viaje natural y primitivo, el que no precisa apenas desembolso y puede reducirse a una mañana o a un par de días libres. Pero incluso si nuestras circunstancias nos permiten conocer países lejanos, hay que andarlos para poder decir que hemos viajado. Mirarlos desde la ventanilla o desde el balcón de un hotel de 5 estrellas es considerar el libro por el forro. Caminemos, pues, contemplemos el mundo, leamos todas sus líneas y después, cuando tengamos datos para opinar, hablemos.