opinión

Ruido y furia

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Pertenecemos a una tribu que se ha venido caracterizando por dos cosas: por su capacidad de aguante y por su impulso de rebelión. «Hasta aquí hemos llegado», han dicho siempre nuestros mayores, pero ahora todos somos menores de edad, saber y desgobierno. Hay más escandalosos que furiosos, pero el compás de espera tiene una música sin letra, como el himno nacional. Los compositores, quiero decir los políticos expertos en hacer componendas, andan buscando culpables de la lamentable situación a la que nos han llevado a todos, salvo deshonrosas excepciones. Como quien busca encuentra, exceptuado mi paisano Picasso, que encontraba antes de buscar, ahora resulta que la culpa de todos nuestros males es el estruendo.

Estamos superinformados y quienes lean, como yo sin ir más lejos, cuatro periódicos diariamente y oigan cinco emisoras, nos encontramos al caer la noche, que por cierto se demora mucho en su caída a cierta edad, una desilusión unánime: los viejos van a disminuir sus pensiones y los jóvenes están viendo cómo se esfuman sus posibilidades de trabajar. No sólo eso tienen en común: todos están aturdidos por discursos, declaraciones y consignas que por un oído nos entran y por otro nos salen, salvo las que se nos quedan dentro.

No deja de ser consolador que alguien haya declarado al ruido como culpable directo de esta situación. Los expertos dicen que un mayor volumen de sonido eleva el nivel de estrés. No conforme con eso, perturba el sueño, «imagen de la muerte», según el clásico, pero es lo que más nos ayuda a afrontar el día siguiente.

Debiéramos sosegarnos. Los decibelios excesivos están considerados como un factor de riesgo para el ictus. El mayor cambio en la vida española sería que aprendiéramos a hablar todos más bajo.

Confundimos tener razón con tener facultades. Gargantas profundas y cerebros vacíos.