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Los últimos de San Francisco

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Si se fijan, el Cádiz de los últimos treinta años apenas ha cambiado: el submarino amarillo se interna en los abismos de Segunda B, la alcaldesa se eterniza y el paro se dispara. Más allá del Pirulí de Telefónica, el rostro de la ciudad tan sólo se difumina en el Cádiz profundo, en el parque temático de La Viña, en el remozado mercado de abastos o en el Pópulo que resucita. De vez en cuando, alguna aberración urbanística entorpece la visión crepuscular de La Caleta o llena de neones horteras la fachada de un edificio del siglo XVII. Pero el termómetro real de lo que ha cambiado la trimilenaria reside en la calle San Francisco, esa chinatown bisutera, el wall street del Cádiz bancario donde resiste el Joselito y emergen shows de tapas pero donde ya cerró hace mucho aquel Café Español donde los carteles decían que hablaban ocho idiomas por señas. Una barbería vintage, una librería que heredó el buen hacer de La Marina, la biblioteca que cuida Unicaja, el antiguo instituto de las niñas o la reconvertida peña de cazadores quizás nos inviten a entonar el ubi sunt de aquella arteria que bullía de pimpis, tratantes y flamencos de amanecida, rabonas de estudiantes y marías a pique de posar para el chochonismo ilustrado de los Costus. Hoy, todo es una marea de guiris cuando toca crucero o un sinfín de pedigüeños de rostro amable: exóticos intérpretes de clavicordio, ancianos clochards que dan los buenos días, transeúntes que huyen de los albergues o de la policía y una mujer que aúlla en alemán o toca la flauta según los vientos. Hasta hace unos días, allí también reinaba «Segundo y Rosita», el estudio de fotografía que olía a magnesio y a memoria, a poemas de Antonio Machado y añejas papeletas orgánicas de Vota Marrufo, a fotos ocres sobre el imaginario de una ciudad que debía ser raramente hermosa en blanco y negro. Sus propietarios han tenido que trasladar el local a la calle Rosario. ¿Acaso sus escaparates históricos no merecen la consideración de Bien de Interés Cultural? Allí, sonríen eternamente ante el pajarito de las viejas leicas, las primeras comuniones y los cumpleaños de un siglo. Allí, novios imposibles pasean su luna de miel en colores desvaídos por el sol y por el tiempo. De lo que fue la calle San Francisco ya sólo nos queda Casa Durán, sus souvenirs clásicos, que no viejos. Último de Filipinas del comercio gaditano en dicha vía, convendría que alguien evitase su desmantelamiento, su traspaso o su traslado. Lo mismo, si desaparecieran sus figuras de concha y caracolas, tal vez perdiera Cádiz el rumbo del mar.