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Gorilas en la niebla

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Ha bastado el bostezo de un volcán que vivía en el entresuelo de un glaciar para recordarnos nuestra insignificancia. Nos ha vuelto metafísicos, aunque comamos, y contemporáneos de los que estaban empadronados en Pompeya. Está claro que la Naturaleza está sin hacer. Le faltan siglos para acabar de asentarse, como a sus habitantes para que cada uno de ellos se construya un alma y se acaben las guerras. Baroja, que no pecaba de nada y menos de optimismo, decía que los humanos estamos un milímetro por encima del mono, cuando no un centímetro por debajo del cerdo. A pesar de mi devoción por Pío, me parece que en esa definición no puede encuadrarse a muchos, desde Sócrates y Platón a Miguel Ángel y Leonardo. Pasando por esas criaturas buenas que hemos conocido todos y que Saroyan, que sí era optimista, llamaba la «hermosa gente». Decía que el bostezo del jodido volcán islandés ha convertido a medio mundo en un hormiguero desconcertado y al otro en una manada de gorilas en la niebla. A la olla de grillos que es este planeta le falta un hervor, pero seguimos cada uno a lo nuestro. El Papa, al que le han amargado su cumpleaños los curas cacorros, ha prometido llevarlos ante la Justicia. Se dice que esto supone un «paso más», pero no: es el primero. Los clérigos pederastas nunca han respondido de sus abusos ante los tribunales. Les ha bastado con la contrición, la confesión, la penitencia y el traslado de diócesis.

Pero volviendo al volcán que ha convertido todos los días en miércoles de ceniza para los aeropuertos, la vida sigue. Suele hacerlo, hasta que se acaba. El bostezo del volcán ¿será muestra de tedio?, ¿estamos aburriendo a Naturaleza o es que tiene sueño? Aunque bostezar sea involuntario, es un signo de mala educación. Hay que apretar las mandíbulas y seguir.