EL MAESTRO LIENDRE

CUANDO EL PADRE ES EL NIÑATO

La reincidencia en la estafa para matricular a los hijos en un colegio 'guay' confirma que la mayor carencia del sistema educativo está en casa

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Ya no caben atenuantes. Nadie puede decir que ignoraba lo que hacía, ni ampararse en una trampita menor sin trascendencia. Nadie puede alegar que desconoce el perjuicio que causa a otros, ni las consecuencias que puede acarrear. Esto ya es por la cara. Un vacile, una exhibición de resultadismo, de «pues yo también», de «me tienen que matar», de «sí o sí» o cualquier otro lema que define a una generación de padres, de ciudadanos, esnobs de patinillo, de un país de nuevos ricos estrellados que no tiene más credos que el elogio del atajo y el prestigio de la trampa.

A estas alturas de la película, tras tres años hablando de lo mismo, ya sólo puede pensarse en una premeditación, en una alevosía que viene a confirmar una evidencia. Los que lo hacen se mean en sus convecinos en general y en los padres con niños pequeños, en particular. Si son capaces de hacerlo una vez, de forma tan grosera y burda, ante los ojos de todos, a sabiendas de que ya les miran, cabe pensar que lo harán varias veces al día en distintos grados y órdenes.

Cualquiera que escuche la radio de vez en cuando, que lea un periódico de tarde en tarde, que se informe a través de internet, conoce el asunto, está en guardia, sobre aviso: hay padres que falsifican documentos oficiales para obtener una plaza escolar que no les corresponde. Se la quitan a otra familia que sí tiene derecho a ella y desequilibran el (evidentemente mejorable) sistema educativo actual, arrodillado ante la muy discutible figura del colegio concertado. Cualquiera que esté en el mundo ha leído o escuchado, en las reiterativas informaciones publicadas durante toda la década, que esas trampas provocan denuncias de los padres afectados, incluso llegan a causar el traslado escolar (algo traumático y fácilmente evitable) de niños de tres, cuatro, cinco o seis años, en una situación causada por sus padres. Causan ese perjuicio a su hijo y a otros (en nombre de un teórico bien superior y futuro: el ambiente) se agarran a un argumento tan blando como su vergüenza: «Tengo derecho a matricular a mi hijo en el centro que prefiera», dicen. Pero esa preferencia (para evitar que todos los niños acabaran en un mismo centro) se rige por un reglamento, por unas normas, que violan concienzuda y sistemáticamente. Si no están de acuerdo con las reglas, que luchen, se manifiesten, se organicen para cambiarlas. Saltárselas con la pértiga del cariño filial (para joder a otros 'filios') es de un mezquino supino.

Pues con todo eso, con toda esa experiencia, con todo lo ya escrito, soportado, investigado, escuchado y decidido, vuelve la primavera y cerca de 200 padres listillos vuelven a falsificar el documento de su hijo para que entren en el centro chachipiruli, que les permitirá vivir como reyes, solitos en casa, mientras le educan al hijo sin que le dé mucho la vara. Los colegios implicados se dejan querer. El Ayuntamiento avisa e investiga, pero hasta ahí puede leer. La Junta lo intenta, pero es una plaga. La Justicia interviene con laxitud, con su mítica velocidad de acción. El Defensor del Pueblo Andaluz avisa: «Mientras siga la sensación de impunidad, de que a los que hacen trampas no les pasa nada, esto no va a parar». Pues así seguimos, con el ilustrativo sainete repetido, con el inspector Closeau revisando buzones, interrogando abuelos, para ver si la familia tal se ha mudado, justo este mes, enfrente de Las Esclavas, Salesianos, San Felipe Neri, Carmelitas o Argantonio. Todo para que los herederos del heraldo o los vengadores del descamisado crezcan rodeados de los mejores, porque saben los apellidistas, los del hambre atrasada o los pamplinas que la técnica ayuda a llegar lejos en la administración pública o en la empresa privada. En algunos casos documentados, hasta Paraguay.

Los encargados de las secretarías desconfían de cada matrícula que reciben, los padres se dividen en marrulleros y delatores, se miran unos a otros como sospechosos. Un hermoso escenario para legar a nuestros hijos como ejemplo. Hemos sido capaces de prostituir la educación para intentar convencer a los chicos de que deben casarse para siempre con la honestidad, la excelencia y la igualdad de oportunidades. Para partirse el esternón.

Un amigo, isleño e ingeniero, que sufre este mal en sus carnes siempre se queja de las conversaciones que soporta en la puerta de su colegio. Sabe que la generación de cuarentones y cincuentones ha convertido este país en el primer consumidor de cocaína del mundo, en el segundo mayor usuario de prostitución de Europa, en la única economía que consagró su mayor etapa de crecimiento a la especulación, al dinero negro, a la falta de formación generalizada y a la mentira crónica. «Tengo que aguantarme la risa cuando otro padre me raja del prestigio de un profesor, de lo perdida que está la juventud o de lo importante que es un entorno para su niñito. Me tengo que aguantar las carcajadas porque acabo de verlo bajarse de un cochazo pagado con no se sabe qué, aparcado sobre la acera, antes de presumir de la escapada viciosa, ufano de consentírselo todo al crío y pavoneándose de que lo matriculó con todo tipo de chanchullos y contactos. Los padres son lo peor de la educación. Me dan mucho más miedo que los niños que están con mi hija».

Es una exageración, una generalización, puede que una caricatura, pero este tipo de patanes tampoco son minoría. Comprueben los números publicados esta semana. Confirman que la familia es el flanco más débil del sistema. Y ese agujero no se tapa con ningún pacto entre PSOE y PP. Eso sólo se arregla con enseñanza y ejemplo (algo que se administra en casa) pero con este panorama, tampoco caben muchas esperanzas. Ni actualmente, ni cuando los niños de ahora sean padres.