Opinion

El desastre en Haití: un trágico aviso

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Un nuevo terremoto, en este caso en Chile, nos revive el recuerdo de la tragedia haitiana, ya desplazada de los informativos. Cuando ya se han cumplido casi dos meses desde el terremoto en Haití y las tareas de rescate y atención médica inmediata han dando paso a una nueva etapa de reconstrucción, podemos hacer algunas valoraciones a medio y largo plazo.

Haití ha sufrido el azote de un terrible fenómeno natural que se suma al empobrecimiento al que está sometido este atormentado país desde hace décadas. La mayoría de las víctimas pertenece a familias emigradas desde el campo que intentaban alcanzar una vida digna. En las bolsas de pobreza y chabolismo de Puerto Príncipe y las ciudades vecinas las consecuencias del seísmo han sido espantosas. De hecho, el seísmo del día 28 de febrero en Chile, uno de los mayores registrados nunca, ha tenido graves consecuencias y se habla de cifras cercanas al millar de víctimas, pero este dramático recuento queda a un abismo de las 200.000 personas que han muerto en Haití.

Sabemos que el pueblo haitiano es el principal protagonista de las labores de rescate, cuidados sanitarios y desescombro, destacando el esfuerzo de las mujeres, auténtica columna vertebral de las sociedades humanas. Ésta es, la mayoría de las veces, la realidad: el trabajo sin descanso de los haitianos, orgullosos de su brillante historia de rebeldía ante la colonización europea, que tratan de sobreponerse a esta nueva tragedia, a pesar de que la noticia suele ser la gente desesperada que asiste pasivamente al trabajo de las organizaciones internacionales. O los episodios esporádicos de violencia y pillaje, con lo que esta sociedad se nos presenta como miserable e incivilizada, en un retrato que no refleja en absoluto la vida diaria tras el terremoto.

Las consecuencias del seísmo se han multiplicado como resultado de un proceso histórico de explotación. Las condiciones impuestas por el comercio internacional, las dictaduras toleradas desde el exterior o la deuda externa, fruto de los créditos concedidos disfrazados de ayuda al desarrollo para importar productos desde los propios países acreedores, han provocado que miles de familias campesinas hayan sido expulsadas por los cultivos industriales de caña de azúcar y café en manos de empresas extranjeras. Y hoy los escasos resultados productivos en cultivos familiares, ganadería de autoconsumo o pequeñas industrias locales son aplastados por la importación a bajo precio de productos subvencionados procedentes en su mayoría de los Estados Unidos y de Europa.

El resultado es la emigración forzosa, hacia las ciudades, hacia un destino de explotación en los campos de la República Dominicana o hacia el mar, con la esperanza de llegar a Estados Unidos. Este panorama nos es familiar a los habitantes de la provincia de Cádiz: estamos muy acostumbrados a las pateras llenas de gente buscando una vida mejor, a las chicas de países lejanos buscándose el porvenir en los prostíbulos y los polígonos industriales, a los nuevos jornaleros malvendiendo su trabajo en el campo andaluz, a las mujeres que vienen del otro lado del mar, dejándolo todo, a cuidar a nuestros ancianos.

Nuestra provincia se ha volcado una vez ante esta nueva tragedia, y debemos sentir orgullo por ello, pero desde las ONG de Desarrollo opinamos que no sólo se trata de ayudar puntualmente con lo que a nosotros nos sobra.

Debemos ser críticos y apoyar las iniciativas de reconstrucción que fortalezcan la sociedad civil y la producción local. Es frecuente que los programas oficiales de cooperación amparen la penetración de las corporaciones internacionales de los países donantes, y con el pretexto de combatir el hambre se destruyan los mercados locales con los alimentos de la ayuda internacional. La solución pasa por el desarrollo rural, apoyado en la producción campesina, más que por la instalación de grandes empresas, a veces españolas, con la excusa de crear empleo -de la peor calidad- exportando productos exóticos al Primer Mundo gracias al trabajo de los haitianos, sin generar riqueza en Haití.

Presionemos a nuestro gobierno para que los créditos que se concedan al Estado haitiano fortalezcan su escaso sector público en sectores de interés social, como educación, sanidad o infraestructuras que beneficien a la población y no a las empresas internacionales que necesitan buenas carreteras y grandes presas para producir energía. Pidamos también que estos proyectos se ejecuten con eficacia y transparencia, vigilando de cerca a la corrupción tantas veces fomentada por los propios donantes, siempre interesados en los gobiernos débiles. Además exijamos la condonación de la deuda externa y que las ayudas no generen nuevas hipotecas que sigan asfixiando a Haití.

Cada uno de nosotros también puede hacer algo concreto. Una propuesta es empezar a variar nuestros hábitos de consumo, apostando por los productos de comercio justo en aquellos productos que nos lleguen desde los países del sur. Los productos de exportación, envasados y comercializados en las grandes superficies, sólo enriquecen a unos pocos en los países de origen, y a cambio generan pobreza, exclusión y deterioro ambiental con sus monocultivos intensivos. A largo plazo podremos disminuir los miles de hectáreas destinadas a la exportación, a la alimentación del ganado del norte o a los nuevos biocombustibles en países donde la gente se muere de hambre.

Optar por otras formas de consumo y de vida puede dificultar nuestra compra, encarecer algunos productos y hacernos renunciar a determinadas cosas. Antes estos pequeños sacrificios se hacían por conciencia ética. Pero hoy los excluidos en sus propios países llaman a nuestra puerta, en los aeropuertos, en las fronteras, en el Estrecho. Y nuestra forma de vida tiene consecuencias globales: el consumo de petróleo de nuestra industria y de los millones de vehículos o la agricultura intensiva provocan un enorme impacto ambiental que se traduce en cambio climático, que también nos afectará a nosotros. Pedimos otra forma de vivir, por solidaridad con los otros y por nuestra propia supervivencia, renunciando a algunas de nuestras comodidades. Otro mundo ya no sólo es posible, es imprescindible. Pero no será fácil, y ojalá que el recuerdo de los más de 200.000 muertos haitianos haga que muchos más nos concienciemos cuanto antes.