Opinion

El año de las lluvias

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En el Macondo de Gabriel García Márquez «llovió cuatro años, once meses y dos días», y a sus habitantes les duró un tiempo «en la piel el verde del alga y el olor de rincón que les imprimió la lluvia». Confío en que las literarias exageraciones del realismo mágico no tengan validez en nuestras tierras. Pero vaya añito, señores. Año de patos y de ranas, de chubasqueros colgados junto a la puerta y katiuskas recuperadas del baúl de los recuerdos. El Guadalete se ha ensanchado hasta verterse en los campos aledaños, los cultivos de las márgenes se han ahogado, para desesperación de muchos agricultores, y la paciencia de los jerezanos, incluso la proverbial parsimonia ante el clima de los mayores, empieza a resquebrajarse.

Cierto que esta abundancia de aguas tiene su lado benéfico: los embalses han acrecentado sus reservas y las lagunas sus asentamientos de fochas y ánades, y en el futuro se adivina una primavera rozagante de flores y de verdores, a poco que el sol empiece a asomarse en el cielo. Pero hoy miro las nubes sobre Jerez, su color agrisado, oigo el rumor cansino de las gotas sobre las baldosas del patio, y tengo la sensación de que nunca llegará el buen tiempo. No es que no hayamos conocido otros años húmedos (no quedan tan lejos las inundaciones de 1996, y no olvido la imagen de la Porvera anegada, en septiembre de 1979), pero cada vez que la meteorología se nos muestra rigurosa nos parece que es la peor. Es natural. Renegamos del invierno, y añoramos el sol canicular, los días cálidos -incluso los excesivos-, las tardes de refresco y terraza. Que todo lo repetido cansa, y no hay quien aguante tres meses de lluvia sin volverse firme partidario del verano. Ay, Lorenzo, Lorenzo, cómo te echamos de menos.