Sociedad

Llorar y reír con cáncer

La psicoanalista Mariela Michelena relata su «itinerario de la enfermedad», un laberinto de lágrimas y rabia, pero también de cariños y humor

MADRID. Actualizado: Guardar
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«Lo que deseo es retomar la vida con la naturalidad de antes». Y no es un sueño menor cuando lo expresa la psicoanalista y escritora Mariela Michelena tras recorrer su «itinerario de una enfermedad» cancerosa que la obligó a «conjugar el verbo perder» hasta el hartazgo: «Perder mis pechos, perder pacientes, perder pelo, perder ganglios, perder brazos, perder, perder, perder... Excepto peso -que es lo único que estoy ganando-, todo lo demás es perder». Aunque también podría decir «casi» todo, y exhibir sus cartas ganadoras: familiares, amigas, la gran mayoría del personal sanitario y el «sentido del humor que hasta a mí me hace gracia».

Lo cuenta en 'Anoche soñé que tenía pechos', donde se desparraman humana y literariamente las notas que fue escribiendo, «a modo de diario», mientras sus graves tumores de mama la llevaban por un auténtico laberinto de sentimientos y emociones. Quizás lo peor fue el diagnóstico con agravante -primero leve, luego terrible-. O quizás fueron los «días eternos, atroces, de la 'quimio', en los que su veneno nos acerca más a la muerte que la propia enfermedad». O quién sabe si ese llanto nocturno «cuando ya estoy profundamente dormida», tan «leve, casi mudo», que «me da pena de mí». O ese otro «llanto terrible, espeluznante y necesario» que, como un «rugido ajeno, primitivo», la asalta cuando está sola y no admite consuelo.

Desde la verdad

Por eso reivindica su diario político-sanitariamente incorrecto, sus bastantes páginas de «dolor descarnado» y alejadas del optimismo forzoso, su derecho al miedo, a sentir rabia y a no ser positiva. Por eso se atreve a responder al «¡tengo cáncer pero no pasa nada!» con un «lo siento, sí pasa». Pero sin victimismo, con un enfoque mucho más positivo de lo que a simple vista pudiera parecer. Porque «a cambio de optimismo, doy verdad». Una verdad con cara seria, pero también sonriente: «Disfruto de todo lo que me recuerda que, a pesar de todo, ¡estoy viva! Y sí, me alegro, porque la vida es como la democracia: no será perfecta, pero es lo mejor que tenemos».

«Uno no puede hacer más que lo que buenamente puede», reconoce, en estas situaciones que no elige y donde «está atropellado por las malas noticias, amenazado de muerte porque sí». Y a sabiendas de que «contra el cáncer , los únicos que pueden luchar son los médicos», recalca que «no tengo ningún mérito, y no se me ocurriría repartir consejos». Si acaso, insistiría en ese protagonismo sanitario y se olvidaría de recetas milagrosas. «Nada de sumergirme en Internet para atragantarme con una información que no sabría organizar», escribe. Y lo remacha a viva voz: «Cuando se estropea la lavadora, ¿buscas en internet cómo se arregla? ¿Te parece el cuerpo humano más simple que la lavadora?».

Ella prefirió dejar hacer a los médicos y «vivir a fondo» esa enfermedad que iba a marcar su existencia. A fondo, pero no en solitario, como demuestra la galería de personajes reales que desfilan por las páginas del libro, como ese marido que combina en generosas dosis cariño, comprensión y humor.

Y hasta se le olvida por un momento la más dolorosa de las «restas» impuestas por la enfermedad: «Con estos brazos de cristal no podré volver a atender niños en la consulta».