Sociedad

«Trabajo sábados y domingos»

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Cuando le comentan la intención del Gobierno de retrasar la jubilación de los españoles hasta los 67 años, Julián Salazar mira al entrevistador y sonríe. A los sesenta y siete... Él lleva trabajando 70 -siete cero-. A sus felices 88 es el mayor cotizante a la Seguridad Social de la historia de España y sigue bregando con gallardía casi insultante en la recepción del Hotel Moderno de Madrid, en la calle Arenal, a unos metros de la Puerta del Sol. Por cuenta ajena y sin intención de hacerse pensionista. «Mi trabajo me hace superarme, me hace vivir. ¿Por qué voy a dejarlo? Estoy bien, me responden las piernas y tengo fuerza suficiente». Nadie osa discutírselo.

Salazar podría haberse retirado hace 23 años. En 1987, el año en que nacía Messi, Nelson Piquet era campeón del mundo de F1 y el Dow Jones perdía 500 puntos en el primer Lunes Negro. Pero el director sigue al pie del cañón en el salón del hotel mientras un río de turistas y currantes llena la mañana madrileña con un tema de conversación: el sistema no se sostiene y tendremos que trabajar más. Medio país se tira de los pelos por tener que seguir madrugando. Y un irreductible colectivo se resiste a descansar. O no se lo permiten sus cuentas. Según la Seguridad Social, en España hay 131.000 personas mayores de 65 que siguen cotizando (no hay cifras de los que combinan pensión y trabajo de manera ilegal). Son uno de cada 25 trabajadores.

Ajeno al jaleo de cifras, el director mantiene impecable su chaqueta azul, su peinado y una rutina casi espartana. «Me levanto a las ocho de la mañana, me arreglo, vengo al hotel sin desayunar, tomo un zumo de naranja y empiezo la jornada». Generalmente, come en el trabajo y algunos días termina a las 21.00. Trabaja los sábados y los domingos se da, como mínimo, una vuelta.

Así lleva desde 1939, cuando en la calle Arenal había tranvías, Madrid salía de la Guerra Civil y España saltaba al fango de la posguerra. Faltaban 38 años para que un Real Decreto creara en 1978 la Seguridad Social pero, a sus 18 años, Julián (Madrid, 1921) ya pagaba «unos cupones» a los organismos precursores del sistema.

Seis meses después del fin de la guerra, Salazar comenzaba su batalla en la vida. Entraba por la puerta del edificio «para hacer lo que fuese». Nunca salió. «¡Y desde entonces no se ha cogido ni una baja!», dice el propietario del hotel, Santiago Bello, que jamás se ha atrevido a enseñarle el camino de la puerta. Un día le preguntó cuándo se iba a jubilar. «Me miró con una cara... Y de ahí en adelante, me callo. Es un hombre excepcional. Un ejemplo».

Ni una gripe. «Llevo una vida sana, sin mayores vicios». Al salir del trabajo, recorre andando el camino a casa, donde le esperan su hija, su yerno y sus nietos. Allí lee y ve la televisión. María, su mujer, murió hace 32 años y desde entonces, llena su vacío en un despacho de la habitación 253 que conserva los muebles de los años 30. De la decoración actual en grises minimalistas se salta a un espacio en el que domina un armario y un escritorio rayado sobre el que reposan sin orden cartesiano algunas carpetas, papeles y un sobre que dice «A Don Julián». A secas y en bolígrafo.

Medalla a la constancia

El director ha pasado allí media vida. Entiende que haya gente que quiera coger la puerta. «Normal, si tienes un trabajo o un jefe desagradable, o no estás bien, pues te quieres ir, claro. No es mi caso. Aquí me siento bien y tengo libertad total». Desde hace un tiempo, se toma incluso sus pequeñas licencias: vacaciones en Canarias hace unas semanas, y ésta igual va a Suiza. «Me gusta viajar y ver mundo, pero a los ocho días ya estoy pensando en volver al hotel».

¿Qué tiene un joven ejecutivo que no tenga un hombre de 88 años? «En mi caso, los idiomas, supongo». Él tiene la experiencia, aunque no pase de «tocar» el ordenador de vez en cuando, ni el correo electrónico, que manejan sus empleados. ¿Y qué tiene él? Indudablemente, «el oficio de tratar con muchas personas todos los días». Son un centenar entre los clientes y los empleados. Su regla tampoco es de este tiempo: «Ahora hay mucha libertad y a veces... Hay que respetar al cliente, pero el cliente también tiene que respetar la casa. Aquí no entra nadie con fulanas, aunque sea un cliente de toda la vida. Si se portan mal, les pedimos la cuenta y se pueden ir».

En su conversación, en los gestos decididos y en el discurso medido pero directo, Julián es un hombre de 60 años con más arrugas (no muchas más). No es el típico abuelo de batallas, pero lo de la medalla merece una charla. En mayo pasado, Celestino Corbacho, 'el ministro de los 67', le entregó la distinción al Mérito en el Trabajo, que Salazar agradeció con sus exquisitas formas. Y con retranca. «'Muchísimas gracias, pero yo quiero que me devuelvan el dinero', le dije, por la jubilación que no me han tenido que dar y lo que yo he pagado -explica-. Calculo que serán unos 400.000 euros. Se rió mucho, pero no me han dado un duro, claro».