Los humedales ayudan a fijar la fauna de esta comarca casi desértica. / E. Megías
MEDIOAMBIENTE

Del negro al verde

Pinos, olivos y vides en lugar de carbón. Endesa transforma sus minas en Teruel en paisajes frondosos con usos agrícolas

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Desde Zaragoza, la carretera avanza por un paisaje seco, duro y amarillento, casi abstracto. Por la ventanilla del coche se ven algunos árboles retorcidos y heroicos, que se agarran a la tierra con obstinación aragonesa mientras suplican un poquito de agua. Los mapas oficiales aseguran que el Ebro no cae demasiado lejos de aquí, pero la mera presencia de un río caudaloso en estos páramos sedientos parece un espejismo, un sueño calenturiento, un imposible geográfico.

De pronto, al llegar a la Hoz de la Vieja, la carretera se retuerce y asciende por una ladera empinada: hay ahora más árboles (pinos, encinas) e incluso se aprecia un agradable frescor. Un cartel nuevecito anuncia con solemnidad la entrada en el Maestrazgo turolense. El horizonte se va arrugando y adquiere una extraña e hipnótica belleza. Estamos en la comarca de Andorra-Sierra de Arcos, una región agreste, cenicienta y poco poblada que todavía mantiene su esencia minera y que guarda, bien escondidos, algunos secretos sorprendentes.

Al lado de Estercuel, un pueblo de apenas 400 habitantes cuyo caserío se funde en la roca, Endesa gestiona la explotación a cielo abierto de Gargallo Oeste. Uno se acerca al enorme cráter artificial de la mina y siente como si se asomara a las puertas del infierno: al final del agujero, cuya profundidad supera los cien metros, varios camiones y excavadoras se afanan en arrancar el carbón del subsuelo. La tierra revela sus estratos geológicos a simple vista, con una claridad de gráfico escolar, y va cambiando de color a medida que los ojos bajan por el hoyo: del marrón verdoso de la superficie vegetal se pasa al gris oscuro de las profundidades. Hace calor y a lo lejos se escucha un continuo rumor de motores. En este rincón extremo de la península, con inviernos heladores y veranos achicharrantes, resulta imposible imaginar un trabajo más duro. «Sí, desde luego que es duro. Hay polvo, hay sufrimiento... Físicamente, es tremendo», confirma José Soriano, andorrano de 47 años.

José Soriano tiene un currículum curioso. Entró a trabajar en la mina a los veinte años. Entonces, Endesa excavaba otro yacimiento a cielo abierto, la Corta Barrabasa, a pocos kilómetros de aquí. Durante 21 años, José se dedicó a sacar hulla, pero hace un lustro decidió cambiar las piedras y el lignito por pinos, olivos, cerezas y vides. Ahora trabaja en la restauración ambiental de las explotaciones mineras. Frente a la imponente Corta Gargallo Oeste, en plena producción, cuesta mucho imaginarlo, pero todo este gigantesco agujero acabará algún día convertido en un bosque o quizá en un olivar. En unos cuantos años, nadie adivinará que aquí hubo una mina de carbón.

Dos tareas paralelas

¿Cómo se convierte un cráter gigantesco en un bosque? ¿Cómo se puede curar semejante herida en el paisaje? «La restauración no es Dinseylandia», advierte Francisco Molina, su responsable: «No se trata de poner árboles de cinco metros y regarlos continuamente trayendo el agua de no sé dónde. Hay que adecuarse al entorno, a las condiciones meteorológicas, elegir las especies apropiadas y que ellas mismas tiren hacia adelante. La naturaleza es más sabia que nosotros». Tomás Chica, director del centro minero de Endesa en Andorra, lo resume en una frase: «El objetivo final es que la restauración quede bien integrada en el paisaje. El mejor elogio que nos pueden hacer es decirnos que no se nota».

La revegetación de la mina no se inicia una vez que se agota el yacimiento. Por opuestas que parezcan, ambas tareas (la extracción de carbón y la restauración ambiental) avanzan al mismo tiempo. «Hacerlo así solo tiene ventajas –señala Molina–, tanto desde el punto de vista económico como desde el ecológico». A este sistema se le llama ‘transferencia entre paneles’ y consiste en la antigua práctica de dividir el trabajo por etapas. Mientras se excava la fase dos, se va tapando y sembrando la fase uno; cuando se extrae la hulla de la tercera fase, se va revegetando la segunda... Y así hasta el final.

A unos diez kilómetros de la Corta Gargallo Oeste, que sigue con su continuo trasiego de excavadoras, obreros y camiones, en la Corta Barrabasa reina un silencio sólido, apenas agrietado por el chirrido obsesivo de las cigarras. No se ve un alma. En estos montes antiguos y venerables, que hoy sestean calcinados por el sol estival, todavía es posible encontrar restos fósiles de un remoto pasado acuático: bajo cualquier piedra pueden aparecer de repente huesos de cocodrilos prehistóricos, conchas de almeja, dientes de tiburón... Minúsculas piezas que los paleontólogos veneran como grandes trofeos y que levantan el asombro de los visitantes, que no pueden concebir que el océano haya llegado a cubrir estos secarrales.

El yacimiento de la Corta Barrabasa comenzó a excavarse en 1986. La explotación minera finalizó en 2009. El viejo Val de Ariño, una estrecha franja de tierra lleca que serpenteaba entre los municipios de Andorra y Ariño, se ha convertido ahora en un valle amplio con dos balsas de agua en medio, alguna finca de cereales, muchos pinos jóvenes y una ladera llena de olivos. Todavía se ven restos de la antigua mina, cuyo contrapunto grisáceo permite adivinar la magnitud del trabajo ambiental. Para el año 2013 ya no quedará nada y solo los paneles informativos revelarán al turista que esas parcelas yacen sobre una antigua mina de carbón. «¿Cuánto vale un humedal así en una tierra como ésta?», se pregunta Tomás Chica. La respuesta se adivina pronto: aquí no llueve casi nunca (menos de 400 litros por metro cuadrado al año) y mantener estas charcas, por modestas que parezcan, contribuye de manera decisiva a fijar la fauna de la comarca. «Estos humedales se autocolonizan –explica Francisco Molina–. Nosotros vigilamos continuamente la calidad del agua y el resto lo hace la naturaleza». Ahora hay patos, fochas, garzas, aguiluchos laguneros, animales anfibios...

En la mayoría de los casos, cuando Endesa concluya la explotación y la restauración de las minas a cielo abierto, la propiedad de los terrenos regresará a los ayuntamientos de la comarca. Los gestores municipales decidirán entonces qué uso quieren dar a las nacientes explotaciones agrícolas. «Por eso hacemos ensayos. Dentro del respeto por el entorno, buscamos la mejor manera de sacar algún rendimiento a esta tierra», resume Molina. Con las viñas de la Corta Alloza ya se elabora vino, aunque no se comercializa, y también se cosechan (y luego se venden) las olivas, la fruta y el cereal.

José Soriano, el antiguo minero, observa sin nostalgia el yacimiento en el que empezó a sacar carbón cuando era un muchacho. Ahora casi ya no existe y él habla con entusiasmo de la cosecha de cerezas, de las variedades de uva que se adaptan bien o del pedrisco que azotó una de las parcelas.

– Menudo cambio. Sería mucho más duro trabajar en la mina, ¿no?

_– Físicamente, sí..., aunque, ojo, esto es más estresante. Lo de la mina era muy rutinario y aquí siempre te levantas pensando en si lloverá, en si agarrarán todos los arbolitos. Pero luego ves la cosecha, los pinos que crecen... Y eso sí que es muy gratificante.