Rubalcaba saltó a la primera línea política de la mano de Felipe González. / Archivo
ELECCIONES GENERALES

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MADRID Actualizado: Guardar
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«El ganador se lo lleva todo, el perdedor se encoge ante la victoria». Seguramente, la trilladísima canción lanzada por Abba en 1980 ha acompañado a los dos candidatos a las próximas elecciones generales en multitud de ocasiones a lo largo de su vida. Pero es ahora que uno acaba de cumplir 60 años y el otro ya cuenta 56 cuando su estribillo podría cobrar un sentido especial. El 20-N Alfredo Pérez Rubalcaba y Mariano Rajoy se enfrentan al todo o nada. Ninguno de los dos tendrá, a priori, una nueva oportunidad de aspirar a la presidencia del Gobierno o de liderar uno dos grandes partidos de España. Aunque, en política, todo puede pasar.

Alfredo Pérez Rubalcaba y su equipo se han esforzado durante las últimas semanas en combatir la idea de que su candidatura es tan sólo una solución de emergencia para frenar la hecatombe a la que parecía abocado el PSOE con José Luis Rodríguez Zapatero al frente; un parche momentáneo para mantener el barco a flote hasta alcanzar la orilla electoral y poder construir un nuevo barco.

Él asegura allá donde se le quiera oír que no presentará un programa para las elecciones sino un proyecto para cuatro años y José Blanco, pieza fundamental en el proceso que condujo a su nombramiento, insiste en que el exvicepresidente primero «ha venido para quedarse, sea en el Gobierno o en la oposición».

Probablemente, no sea el momento de decir otra cosa. Pero no fue así como fue concebida su designación. Los socialistas siempre han creído que la edad era un factor que penalizaba a Rajoy frente a Zapatero. Y si ahora han recurrido a Rubalcaba es porque la excepcionalidad y la gravedad del momento lo exigía. Dicho de otra manera: porque llegaron a la conclusión de que los ciudadanos no querían a alguien que pretendiera ilusionarlos con su frescura sino a un dirigente que transmitiera solvencia y que generara confianza. Eso explica las zancadillas a la ministra de Defensa, Carme Chacón, la única que parecía dispuesta a dar un paso al frente.

La mejor opción

Rubalcaba era visto por muchos (diputados, militantes y líderes de federaciones autonómicas) como la «mejor opción» y terminó siendo 'la opción'. Lo cierto es que sus cualidades jamás han sido testadas en las urnas. Los suyos le admiran por su brillantez, aunque entre los más cercanos haya quien le reconozca más dotes de táctico que de estratega, y por su capacidad de comunicación. Pero, como Rajoy hasta que fue señalado por José María Aznar, lo suyo han sido siempre papeles de segundo. Importante, destacado, imprescindible incluso, pero siempre a la sombra del líder, Felipe González, primero, y Zapatero, después.

Es cierto que con un resultado suficientemente digno Rubalcaba debería tener las manos libres para decidir si se queda, e incluso si aspira a la secretaría general del PSOE, aún en manos de Zapatero. Estos días asegura que lo del cargo es un mero formalismo porque en la práctica a él no le chista nadie. Pero llegado el 37 Congreso del PSOE el escenario será bien distinto. A menos que, sorpresivamente, se alce con la victoria en las generales.

Hace tres años amagó con dejar la política después de una larguísima carrera en la que ha sido ministro de Educación y Ciencia, ministro de Presidencia, portavoz parlamentario, titular de Interior, vicepresidente primero y vocero del Gobierno. Le pesaba la vida personal a la que lleva robando horas varias décadas. Ahora insiste en que su oferta política tiene vocación de durabilidad. Pero lo que nunca asegura es que vaya a ser él quien la desarrolle. Ningún tratado de mitología griega especifica cuántas veces podía un ave fénix renacer de sus cenizas a lo largo de su vida.

Mariano Rajoy, durante sus treinta años de actividad política, lo ha logrado dos veces: tras las derrotas electorales de 2004 y de 2008. No habrá una tercera. Si el 20-N se queda a las puertas de la Moncloa, sus críticos, ahora desterrados en el averno del partido a base de la singular concatenación de éxitos autonómicos y municipales, resucitarán para fagocitar al actual líder.

Pero el contexto y todos los augurios demoscópicos vaticinan que a la tercera irá la vencida. Rajoy, que ha repetido en más de una ocasión que las elecciones más que ganarlas, siempre las pierde el rival, cuenta con un caudal de apoyos sin precedentes en la historia del partido.

Rajoy lleva dos años ganando encuestas y elecciones, aunque los españoles siguen sin considerarlo un líder sólido. De hecho, en el último sondeo del CIS, apenas lograba una valoración del 3,58. Un hecho al que suele restar relevancia recordando que él fue uno de los ministros mejor valorados en los ejecutivos de José María Aznar.

Sus adversarios políticos han intentado disfrazarle de casi todo. De un don Tancredo que sólo se da dedicado a esperar y a ver qué pasaba con su rival, como clara metáfora del inmovilismo, hasta de un "haragán" incapaz de arrimar el hombro para sacar a España de la crisis.

Centro y reformas

Rajoy, cumpliendo a rajatabla una de sus máximas políticas, nunca ha entrado al trapo. Centró su discurso en los "problemas reales" de la gente y lleva dos años hablando de desempleo y apropiándose poco a poco de un especia y de unos votantes al que PSOE, con sus medidas de ajuste, había dado la espalda. El líder del PP se ha curtido en mil batallas desde que en 1981 debutará en lo público como el diputado más joven del entonces flamante Parlamento gallego. Después lo ha sido casi todo: concejal del Ayuntamiento de Pontevedra, presidente de la Diputación, diputado del PP por Pontevedra, director general de Relaciones Institucionales de la Xunta, vicepresidente de la Xunta, ministro de Administraciones Públicas, ministro de Educación y Cultura, ministro del Interior, y vicepresidente primero del Gobierno y ministro de la Presidencia.

Rajoy encara la recta final hacia las próximas elecciones generales flanqueado por un partido que se parece muy poco al que heredó de José María Aznar en 2000. Ni siquiera se escucha ya que Aznar tenía más carisma. Ahora es el PP de Rajoy, una formación que quiere instalarse para siempre en el centro ideológico para que puedan votarle, indistintamente, los más acérrimos conservadores y hasta los desencantados del socialismo. "Aquí caben todos", repite una y otra vez.

Apostó fuerte por la renovación de todos los presidentes regionales de su partido, algunos acomodados ya en la derrota frente al PSOE, y los resultados le han dado la razón. El último escollo lo solventó este mes de julio, cuando mostró el camino de la dimisión a Francisco Camps. Una decisión que sopeso hasta la saciedad, para deseseperación de algunos de sus más estrechos colaboradores que temían enfrentarse a las urnas con un presidente autonómico condenado por corrupción, "aunque fuera por cuatro trajes", apostillan en Génova.

Libre de este lastre, tan sólo falta por conocer si, tal y como dice el PSOE, tiene un programa oculto al estilo de David Cameron o Nicolás Sarkozy o si, de lo contrario, será un presidente "previsible" que genere confianza, como él mismo promulga. De momento, ya actúa como presidente 'in pectore'. La campaña electoral le sobra. Quiere capitanear ya "el cambio". Primero tocará recontar los votos.