ciencia | ENTREVISTA

Santiago Grisolía «A la gente le gusta creer en milagros»

Pasea en vez de levantar pesas por un tirón, pero sigue trabajando mañana y tarde. Tiene 88 años, humor y el honor de haber sido varias veces candidato al Nobel

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"Le dije a mi hijo mayor que nunca me jubilaré y que no estaré demasiado cerca de él, para no discutir". Santiago Grisolía, uno de los científicos más importantes que ha dado el país, ha cumplido a rajatabla su promesa, aunque la segunda parte debe entenderse como un juego paterno-filial y no como un reproche. A los 88 años, llega cada mañana a las diez a su despacho en la Fundación Valenciana de Estudios Avanzados, de la que es secretario, y allí trabaja hasta las dos. A esa hora, se encamina hacia el Consell Valencià de Cultura, que preside. Come en cualquier lugar por los alrededores y a las cuatro está ya tomando parte en alguna de las comisiones o trabajando en su despacho. Así, hasta las siete de la tarde, cuando regresa a casa y se prepara para ir al gimnasio o a nadar. Aunque, a consecuencia de una contractura, lleva unas semanas cambiando las pesas y la piscina por paseos por la ciudad y sesiones de música y cine.

Pero ni siquiera el dolor de espalda acaba con el buen humor de este valenciano de memoria prodigiosa que hacía competiciones de arco contra cerbatana en los pasillos del laboratorio de Wisconsin en el que trabajaba, comía junto al arquitecto Frank Lloyd Wright en aquellos mismos años, trató a Harry Truman cuando acababa de dejar la Casa Blanca, presenció un desprecio público de Severo Ochoa a Franco y hoy es capaz de reunir cada mes de junio a una veintena de Nobel para la entrega de los premios Jaime I. Ahora ha vuelto a la ciudad que lo vio nacer, tras un largo periplo por el mundo.

- Nació en Valencia, pero la Guerra Civil le cogió en Cuenca. ¿Qué hacía allí?

Al poco de nacer, la familia se trasladó a Madrid y allí estuve hasta los siete años. Mi padre trabajaba en Banesto y le ofrecieron abrir la primera oficina bancaria en Denia, luego en Játiva y más tarde en Lorca, y toda la familia se fue con él. Fueron estancias breves. Cuando estalló la guerra estábamos, por la misma razón, en Cuenca.

- ¿Qué recuerdos tiene de la guerra?

Mi padre estaba preocupado porque yo era muy alto para mi edad y temía que me enviaran al frente, así que me mandó a un hospital de la CNT, donde me pusieron una bata y a trabajar. Terminé haciendo bastantes anestesias con éter. Al acabar la guerra quería ser marino pero mi madre, que era muy lista y tenía parientes médicos, me propuso estudiar Medicina y que luego me alistara.

- Acabó la carrera en un tiempo récord.

Empecé a estudiar en Madrid, en la Universidad Central. Entonces, entraba mucha gente que no había podido estudiar en los tres años anteriores y se hicieron 'cursos patrióticos', que requerían la mitad del tiempo. Una barbaridad, claro, pero me permitió avanzar mucho. Luego vinimos a Valencia, de nuevo por el trabajo de mi padre, y me trasladé a esta Universidad. Yo pensaba que iba a ser peor, pero como en clase había mucha menos gente la relación con los profesores era más directa. Además, tenía un tío que era amigo de un catedrático y me ofreció trabajar en un laboratorio, así que pronto dejé de ir a las clases. Él me hablaba mucho de Severo Ochoa.

- ¿Está ahí el origen de su interés por ir a EE UU?

Unos alemanes me habían ofrecido una beca pero no quería ir a Alemania. Me atraía mucho más el ámbito anglosajón. Me fui al Ministerio de Asuntos Exteriores, que acababa de crear las primeras becas, y tuve la suerte de conseguir una. Así que me marché a EE UU. Me acuerdo de que nos dieron mucha libertad para movernos, pero iba con nosotros un cura para controlarnos, aunque luego resultó que era muy liberal. Mi intención era investigar en algo nuevo para regresar a España y conseguir una cátedra.

- ¿Fue entonces cuando conoció a Severo Ochoa?

Lo conocí a través de quien había sido el último alumno de Ramón y Cajal. Me fui a verlo a su laboratorio, y el 2 de enero de 1946 empecé a trabajar allí. Mi relación con él fue fantástica y me enseñó muchas cosas en todos los ámbitos. Me dieron otra beca y don Severo me envió a Wisconsin. Antes había estado un tiempo en Chicago, además de Nueva York.

Regreso y boda en EEUU

Grisolía deseaba instalarse en España, pero no fue posible. Pasados tres años desde su llegada a EE UU, regresó a su país, leyó su tesis doctoral ante un tribunal presidido por el profesor Jiménez Díaz y todo se acabó ahí. Un profesor de la Complutense le recomendó volver a América y él no se lo pensó: fue de nuevo a Exteriores, pero esta vez para pedir que le pagaran un billete solo de ida y asegurarles que no les molestaría más.

- Yo estaba seguro de que podía ganarme la vida en Wisconsin, porque me conocían. Y así fue. Me dieron una beca y me asignaron una doctoranda en Fisiología para que me ayudara en mi trabajo investigador.

- Una doctoranda que explica por qué se quedó tantos años en EE UU.

Claro (se ríe), es que me casé con ella. Yo siempre digo que para un investigador es muy bueno salir, pero si estás fuera más de cuatro o cinco años no vuelves, porque estableces lazos, haces amigos, te casas, tienes hijos allí y ya no quieres regresar.

- Si estaba tan a gusto en Wisconsin, ¿por qué se fue a Kansas?

Estuve en Wisconsin siete años. Y fueron unos años muy buenos. Vivía en una casa diseñada por Frank Lloyd Wright -con quien coincidía a veces en un restaurante-, aunque fuera en las habitaciones destinadas al servicio. Y había cerca un parque donde practicaba mucho el tiro al arco. Una vez, incluso, nos fuimos a cazar ciervos, pero cuando vimos de cerca esos animales, tan bonitos, nos dimos media vuelta sin disparar.

- ¿Le gustaba el tiro con arco?

Mucho. Recuerdo una vez que un compañero del laboratorio me dijo que era más eficaz el tiro con cerbatana. Yo no estaba de acuerdo, y organizamos una competición en un pasillo en la que estuvimos a punto de herir a un catedrático... Pero tenía que explicarle por qué nos fuimos a Kansas. Lo hicimos porque en Wisconsin hace mucho frío. Sucedió además que una millonaria había dejado su fortuna para montar un laboratorio y me ofrecieron el puesto. Nada más incorporarme, conocí a Truman, que acababa de dejar la presidencia. Incluso nos invitó a ir a la ópera con él y su mujer.

- España quedaba muy lejos. ¿Su carrera hacía imposible el regreso?

Seguía muy vinculado a España. Venía de vez en cuando por razones personales y enviaba a mi hijo mayor los veranos para que aprendiera bien la lengua. Además, cada vez me invitaban más a dar conferencias y participar en congresos. En una ocasión, durante una reunión sobre el ciclo de la urea, que ha sido uno de mis temas de trabajo, me dijeron que la Caja de Valencia acababa de poner en marcha un instituto de investigación y empezaron a sondearme para ver si me interesaría trabajar en él. Al principio, no me decidí. Fue fundamental la intervención del Rey.

Don Severo y Franco

- ¿Cómo fue eso?

Durante el viaje del Rey a EE UU en junio de 1976, llamaron a Severo Ochoa para que formara parte del grupo de españoles con los que se iba a entrevistar. Pero don Severo no estaba y me citaron a mí. Yo llegué a la entrevista un poco asustado por todo aquello. Fue una larga conversación: lo encontré preocupado por la ciencia y me animó a regresar.

Lo hizo, aunque al principio con carácter provisional, por un año. No confiaba demasiado en el proyecto, de forma que mantuvo todos sus contactos con Kansas. Consiguió también que su mujer participara en el equipo investigador -"de no haber sido así, no habría querido venir", aclara- y ambos se trasladaron a Valencia, con la tranquilidad de que sus dos hijos estaban ya en la Universidad, uno en Yale y otro en Michigan, y volaban por su cuenta.

- ¿Pensó alguna vez que su carrera se frenaría en España?

Era consciente de que científicamente salía perdiendo. Aquí era y es más difícil avanzar. EE UU es fantástico cuando eres joven y no tan bueno si eres mayor. Lo que he logrado en Valencia es tener una relación humana mucho más intensa con mucha gente. No me arrepiento.

- Se adelantó en el regreso a su maestro Severo Ochoa. ¿Influyó usted de alguna manera en que él también volviera?

Hablaba mucho con él. Mientras estábamos los dos en EE UU y luego, cuando yo ya estaba aquí. Don Severo había venido algunas veces. Le voy a contar una anécdota de un viaje muy importante. Cuando el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) cumplió 25 años, hubo un acto solemne que presidió Franco. Don Severo dio una conferencia y mientras la pronunciaba le dio la espalda. Lo hizo no por despiste sino por convicción, porque él era republicano. Por eso mismo no aceptó luego un título del Rey, pese al aprecio personal que tenía por don Juan Carlos. Al acabar ese acto del que le hablo, mientras estábamos charlando en corrillos, un ministro se acercó y nos anunció que Franco nos estaba esperando para saludarnos. Y entonces Ochoa dijo, ignorando al ministro: "Bueno, amigos, creo que ya es hora de marcharnos". Y nos fuimos todos a la calle con él.

La entrevista transcurre a lo largo de un día casi entero entre sus dos despachos y el Museo de las Ciencias de Valencia. En todos esos lugares, Grisolía es recibido con enorme respeto. Un científico que ha adquirido tanta autoridad moral no solo en su gremio sino entre políticos y funcionarios es una rareza en este país.

- ¿Ha tenido que pelear mucho para que aumente el interés por la ciencia en la sociedad en general?

Los avances médicos interesan mucho, pero la ciencia como tal no porque la gente no la entiende. Nadie le ha explicado su importancia. Seguramente por eso también los medios apenas si le prestan espacio o tiempo. Fíjese en este dato: los premios Jaime I reúnen cada año en Valencia a una veintena de premios Nobel y apenas nadie se entera. Hace bien poco estuvo medio año por aquí Craig Venter, quizá el científico más conocido del mundo, y nadie se preocupó por él.

- ¿Ha notado más prejuicios contra la ciencia que los que encontró en EE UU?

Es muy importante que los científicos tengan buena relación con los medios. Debemos hacerlo porque cuando pedimos ayuda para un proyecto debe saberse de su importancia. Pero no siempre sucede así, y a cambio los seudocientíficos siempre tienen algo que ofrecer y se mueven muy bien.

- A medida que desciende la práctica religiosa crecen las sectas y las supersticiones de todo tipo. ¿Qué puede hacer la ciencia en ese campo?

Las supersticiones solo se combaten con educación desde la base. A la gente le gusta creer en milagros. Me dan pena estas cosas, sobre todo cuando luego se descubren escándalos como los de Maciel, cuya organización ha atraído a tanta gente. Mire, España es un Estado aconfesional, pero da dinero a la Iglesia. Eso no lo entiendo. O se da a todas las confesiones religiosas o a ninguna.

- ¿Es posible conjugar religión y ciencia?

Las veo incompatibles. Pero luego la vida... Yo, como toda la gente de mi edad, me eduqué en el catolicismo. Hay cosas que aunque no creas en ellas están ahí. No estoy seguro de que en mis últimos momentos no pida perdón, que no caiga en eso. He visto muchos casos de personas que han cambiado de actitud a lo largo de su vida. O que han respetado escrupulosamente la actitud de sus más próximos. La mujer de don Severo, por ejemplo, era muy católica, y él no, y era enormemente respetuoso con las convicciones de ella. Mi hijo mayor creció fuera de la religión, pero luego se ha casado con una presbiteriana y ahora se está haciendo de esa religión...

Investigar sin límites

Grisolía recorre el Museo de las Ciencias, posando aquí y allá para las fotografías. Si por la mañana parecía dar un grito de entusiasmo ante un grafiti callejero, por la tarde se asoma entre las orejas del enorme caballo de cristal de murano que forma parte de un juego de ajedrez en la nave principal del Museo. Luego se sienta en el espacio reservado a la figura de Severo Ochoa, y ante su maestro su gesto es más serio. Unos visitantes, confirmando su teoría sobre el escaso aprecio de la ciencia existente en el país, preguntan quién ese señor mayor al que le hacen tantas fotografías. Al oír la respuesta siguen su camino sin alterar el gesto: el nombre de uno de los científicos más importantes que ha dado España no les dice nada.

- ¿Hay que poner límites a la ciencia?

No debe haberlos.

- ¿Ni siquiera a la posibilidad de clonar a un ser humano?

Ni siquiera, pero es que es imposible clonar a un humano. Puedes conseguir que se parezca, pero lo que hay en su cabeza, que se irá formando con sus experiencias, no se podrá copiar nunca.

- Pero hay filósofos y juristas que hablan de la necesidad de fijar límites...

De algo tienen que hablar algunos... De lo que se trata es de que la gente sepa sobre qué se está investigando. Los peligros de la ciencia está en lo que se ignora, no en lo que se sabe o se avanza. Las radiaciones se han usado con generosidad y ahora sabemos de sus riesgos. Yo debo tomar tiroxina porque un médico me quemó el tiroides con una radiación. Y todos hemos estado en contacto con el asbesto hasta que supimos que era dañino. En mi laboratorio lo usábamos hasta para calentar el café. Lo mismo ha sucedido con el mercurio. Puede que muchas cosas que hoy pensamos que son inocuas no lo sean.

- Usted ha vivido muy cerca de los políticos estos últimos años. ¿Se creen la importancia de la ciencia?

Les interesa muy poco. De lo que prometen en campaña a lo que luego, de verdad, hacen, hay un gran trecho. Pero debo añadir algo: es una suerte tener una ministra como Cristina Garmendia, que es muy inteligente, además de elegante y guapa. ¿Qué más se puede pedir? Espero que sea capaz de promover una legislación para las donaciones a actividades científicas y artísticas como la que hay en EE UU.