Restos de varias esculturas de piedra procedentes de una iglesia de la localidad murciana de Lorca. / Efe
fuertes terremotos en murcia

Lorca intenta revivir entre escombros

Cinco campamentos de refugiados habilitados a toda prisa acogerán a unas 15.000 personas que no pueden o no quieren regresar a sus casas

LORCA Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Lorca parecía este jueves una zona de guerra, una ciudad que tras un bombardeo trata de salvar sus enseres para recuperar la vida. Lo que se destruyó en poco más de ocho segundos, en las dos sacudidas del terremoto, tardará años en ser reparado o reconstruido, y los lorquinos, todavía con un miedo atroz, no saben si regresar a casa o quedarse en la calle por si vuelve a estremecerse la tierra. El terremoto se cobró este jueves la novena víctima mortal, mientras que los heridos ascienden a 293 personas, de acuerdo al último recuento.

Con las primeras luces del día, la catástrofe mostró su imagen más amarga. Los destrozos, que el polvo y la noche no dejaron ver, eran de consideración. Atrás quedó el frío de una noche en vela en la nave del recinto del Huerto de la Rueda. "No quiero saber cómo estará mi casa", comentaba una mujer recostada en el suelo sobre su marido. "Echamos a correr -cuenta- y sólo oíamos caer piedras". Su hijo había ido a informarse del estado de su piso por si podían volver.

El recinto ferial era lo más parecido a un campo de refugiados. Junto al mismo se levanta un hospital de campaña de Cruz Roja y el puesto de mando de la Unidad Militar de Emergencias, auténticos centros de mando para atender a la población, buscar nuevas víctimas entre los escombros y limpiar los destrozos.

El recinto se ha convertido en el hogar provisional para unas 15.000 personas, que tras pasar la primera noche como pudieron se disponían a pernoctar de nuevo. Un matrimonio agrupaba en un montón maletas, el carro de la compra, bolsas de viaje del 'todo a 100' y una televisión. "Mi marido tuvo el valor de ir a casa. Estaba todo perdido, todo perdido", repetía la mujer que lloraba amargamente porque "los recuerdos de toda una vida han quedado reducidos a escombros".

Al menos ellos pudieron recoger parte de sus enseres. La estampa de la jornada era la de una multitud de personas que se arremolinaba a las puertas de los edificios, donde los técnicos en edificaciones y los bomberos revisaban su estado. Si las casas estaban habitables colocaban una pegatina de color verde, si amenazaban ruina el color era amarillo y significaba que se podía entrar a recoger pertenencias, y en caso de máximo riesgo la pegatina era negra o roja, prohibido el paso. Juana era de las afortunadas que podía regresar a su casa, pero "no quiero vivir ahí, me da miedo, hay grietas por todos los sitios y se ha caído todo al suelo". Por eso, todavía presa del pánico, había recogido ropa y pertenencias para instalarse en el recinto ferial.

En la llamada 'zona cero' del terremoto, el barrio de Apolonia, con edificios relativamente nuevos, la pregunta de los vecinos era "¿cuándo podríamos volver a casa?", pero lo hacían con la boca pequeña dado el miedo que tenían de regresar a sus casas. Mateo y Lucía, vecinos de la avenida de las Fuerzas Armadas, recordaban cómo los tabiques "estallaron como una bomba, pero sin fuego ni humo". Este estruendo era uno de los comentarios más repetidos por los vecinos. "Al menos estamos vivos" comenta el marido, dueño del destrozado restaurante 'Apolonia', mientras se preparan para pasar la noche en su piso de la cercana localidad costera de Águilas.

Mientras, Loli y Juan Carlos y sus tres hijos, que viven en una casa de campo a cinco kilómetros de Lorca, próxima al Cejo de los Enamorados, donde los geólogos ubicaron el epicentro del seísmo, explican que no piensan volver a la casa. "Vamos a pasar la noche en mi furgoneta", afirma Juan Carlos, carpintero de profesión.

Las calles, donde los bloques de ladrillos desprendidos de las fachadas aplastaban los coches aparcados, eran un reguero de personas con bultos que iban de un lado para otro. Pocas risas. Muchas miradas perdidas y, en la mente de casi todos: "¿Y ahora qué?". Las casas, algunas de la avenida Europa literalmente torcidas por la sacudida, presentan tremendas grietas que amenazan con el derrumbe.

Allí estaban Johana, Annita y Alexandro, tres jóvenes rumanos que tuvieron que trepar literalmente por los escombros para llevarse sus cosas de las ruinas de su piso, entre ellas, un ventilador. "Vamos a ir a dormir al campo de refugiados", explican.

Muy cerca está la parroquia de San Diego, ya famosa porque la caída de su campanario ha salido en todas las cadenas de televisión. Su reloj se congeló a las siete de la tarde, la hora del derrumbe.

Todo cerrado

Pedro y Engracia, vecinos del 35 de la avenida Europa, ven el círculo rojo en la puerta. Con resignación comentan que "somos todavía personas porque tenemos una vieja casucha en el campo para vivir":

Sin embargo, para la familia de Miguel ya no hay nada que hacer. Lo han perdido todo. "Sólo nos ha quedado el coche, vivimos en él, comemos en él, dormimos en él", intenta bromear mientras evita que las lágrimas broten ante su mujer y sus dos hijos, un niño y una niña que comían un bocadillo de pan de molde.

Lo difícil este jueves en Lorca era encontrar alimentos. Todo estaba cerrado. Hacía el 'agosto' un chiringuito abierto cerca del recinto ferial, donde se podía conseguir provisiones y bebidas. A media mañana corrió la noticia de que una tienda de alimentación había abierto y se desató un revuelo de bolsas y carreras hacia la misma. Al parecer sus dueños sólo pretendían hacer recuento de los daños, pero al final, y por razones "humanitarias", según su encargado, "nos vimos obligados a atender a los vecinos que se han quedado en la calle y sin nada que echarse a la boca".

Y es que aunque los comercios, tiendas y supermercados han sufridos importantes daños, con roturas de escaparates, las fuerzas de seguridad no han tenido que intervenir para evitar saqueos. La solidaridad se ha impuesto y todos los lorquinos están por ahora unidos como una piña ante la destrucción.

Con el paso de las horas, los cinco campamentos habilitados en la ciudad cambiaron su fisonomía. Algunos ciudadanos, incluso llevaron camas para pasar lo mejor posible la calamidad. Allí ya se veían a mujeres que vigilaban sus cuatro cosas, sentadas en sillas de playa o bien de plástico. Otros amontonaban mantas, edredones y sacos de dormir para prepararse para la noche. Café, bocadillos y agua, era lo que ofrecían los voluntarios de Protección Civil a los afectados. El Banco de Alimentos de Murcia y la cadena Eroski tienen previsto repartir en Lorca más de 4.000 kilos de productos que no necesitan cocinarse, como potitos para niños, leche, pan de molde, bollería, agua mineral, pañales y biberones.

Muchos vecinos han optado por dejar la ciudad y trasladarse hasta casas de familiares en otros municipios o ir hasta sus segundas viviendas. Otros, los menos, se han reagrupado en casas de parientes que han resistido el terremoto y que ahora serán 'pisos patera' solidarios.

Tras el paso de políticos y autoridades por los recintos de acogida, la calma volvió. Allí se distinguían con sus característicos chalecos a los psicólogos que trataban de asistir a los afectados, víctimas del llamado estrés postraumático y de ataques de ansiedad. "Hemos ido a casa a por nuestras cosas, nos dejaron entrar y quedarnos, pero mi padre se quedó apuntalando el techo mientras que mi madre y yo nos hemos vuelto aquí porque esto sigue moviéndose", explicó una joven que quería ducharse para quitarse el polvo que todavía cubría su pelo.

Lorca parecía este jueves una zona de guerra, una ciudad que tras un bombardeo trata de salvar sus enseres para recuperar la vida. Lo que se destruyó en poco más de ocho segundos, en las dos sacudidas del terremoto, tardará años en ser reparado o reconstruido, y los lorquinos, todavía con un miedo atroz, no saben si regresar a casa o quedarse en la calle por si vuelve a estremecerse la tierra. El terremoto se cobró este jueves la novena víctima mortal, mientras que los heridos ascienden a 293 personas, de acuerdo al último recuento.

Con las primeras luces del día, la catástrofe mostró su imagen más amarga. Los destrozos, que el polvo y la noche no dejaron ver, eran de consideración. Atrás quedó el frío de una noche en vela en la nave del recinto del Huerto de la Rueda. "No quiero saber cómo estará mi casa", comentaba una mujer recostada en el suelo sobre su marido. "Echamos a correr -cuenta- y sólo oíamos caer piedras". Su hijo había ido a informarse del estado de su piso por si podían volver.

El recinto ferial era lo más parecido a un campo de refugiados. Junto al mismo se levanta un hospital de campaña de Cruz Roja y el puesto de mando de la Unidad Militar de Emergencias, auténticos centros de mando para atender a la población, buscar nuevas víctimas entre los escombros y limpiar los destrozos.

El recinto se ha convertido en el hogar provisional para unas 15.000 personas, que tras pasar la primera noche como pudieron se disponían a pernoctar de nuevo. Un matrimonio agrupaba en un montón maletas, el carro de la compra, bolsas de viaje del 'todo a 100' y una televisión. "Mi marido tuvo el valor de ir a casa. Estaba todo perdido, todo perdido", repetía la mujer que lloraba amargamente porque "los recuerdos de toda una vida han quedado reducidos a escombros".

Al menos ellos pudieron recoger parte de sus enseres. La estampa de la jornada era la de una multitud de personas que se arremolinaba a las puertas de los edificios, donde los técnicos en edificaciones y los bomberos revisaban su estado. Si las casas estaban habitables colocaban una pegatina de color verde, si amenazaban ruina el color era amarillo y significaba que se podía entrar a recoger pertenencias, y en caso de máximo riesgo la pegatina era negra o roja, prohibido el paso. Juana era de las afortunadas que podía regresar a su casa, pero "no quiero vivir ahí, me da miedo, hay grietas por todos los sitios y se ha caído todo al suelo". Por eso, todavía presa del pánico, había recogido ropa y pertenencias para instalarse en el recinto ferial.

En la llamada 'zona cero' del terremoto, el barrio de Apolonia, con edificios relativamente nuevos, la pregunta de los vecinos era "¿cuándo podríamos volver a casa?", pero lo hacían con la boca pequeña dado el miedo que tenían de regresar a sus casas. Mateo y Lucía, vecinos de la avenida de las Fuerzas Armadas, recordaban cómo los tabiques "estallaron como una bomba, pero sin fuego ni humo". Este estruendo era uno de los comentarios más repetidos por los vecinos. "Al menos estamos vivos" comenta el marido, dueño del destrozado restaurante 'Apolonia', mientras se preparan para pasar la noche en su piso de la cercana localidad costera de Águilas.

Mientras, Loli y Juan Carlos y sus tres hijos, que viven en una casa de campo a cinco kilómetros de Lorca, próxima al Cejo de los Enamorados, donde los geólogos ubicaron el epicentro del seísmo, explican que no piensan volver a la casa. "Vamos a pasar la noche en mi furgoneta", afirma Juan Carlos, carpintero de profesión.

Las calles, donde los bloques de ladrillos desprendidos de las fachadas aplastaban los coches aparcados, eran un reguero de personas con bultos que iban de un lado para otro. Pocas risas. Muchas miradas perdidas y, en la mente de casi todos: "¿Y ahora qué?". Las casas, algunas de la avenida Europa literalmente torcidas por la sacudida, presentan tremendas grietas que amenazan con el derrumbe.

Allí estaban Johana, Annita y Alexandro, tres jóvenes rumanos que tuvieron que trepar literalmente por los escombros para llevarse sus cosas de las ruinas de su piso, entre ellas, un ventilador. "Vamos a ir a dormir al campo de refugiados", explican.

Muy cerca está la parroquia de San Diego, ya famosa porque la caída de su campanario ha salido en todas las cadenas de televisión. Su reloj se congeló a las siete de la tarde, la hora del derrumbe.

Todo cerrado

Pedro y Engracia, vecinos del 35 de la avenida Europa, ven el círculo rojo en la puerta. Con resignación comentan que "somos todavía personas porque tenemos una vieja casucha en el campo para vivir":

Sin embargo, para la familia de Miguel ya no hay nada que hacer. Lo han perdido todo. "Sólo nos ha quedado el coche, vivimos en él, comemos en él, dormimos en él", intenta bromear mientras evita que las lágrimas broten ante su mujer y sus dos hijos, un niño y una niña que comían un bocadillo de pan de molde.

Lo difícil este jueves en Lorca era encontrar alimentos. Todo estaba cerrado. Hacía el 'agosto' un chiringuito abierto cerca del recinto ferial, donde se podía conseguir provisiones y bebidas. A media mañana corrió la noticia de que una tienda de alimentación había abierto y se desató un revuelo de bolsas y carreras hacia la misma. Al parecer sus dueños sólo pretendían hacer recuento de los daños, pero al final, y por razones "humanitarias", según su encargado, "nos vimos obligados a atender a los vecinos que se han quedado en la calle y sin nada que echarse a la boca".

Y es que aunque los comercios, tiendas y supermercados han sufridos importantes daños, con roturas de escaparates, las fuerzas de seguridad no han tenido que intervenir para evitar saqueos. La solidaridad se ha impuesto y todos los lorquinos están por ahora unidos como una piña ante la destrucción.

Con el paso de las horas, los cinco campamentos habilitados en la ciudad cambiaron su fisonomía. Algunos ciudadanos, incluso llevaron camas para pasar lo mejor posible la calamidad. Allí ya se veían a mujeres que vigilaban sus cuatro cosas, sentadas en sillas de playa o bien de plástico. Otros amontonaban mantas, edredones y sacos de dormir para prepararse para la noche. Café, bocadillos y agua, era lo que ofrecían los voluntarios de Protección Civil a los afectados. El Banco de Alimentos de Murcia y la cadena Eroski tienen previsto repartir en Lorca más de 4.000 kilos de productos que no necesitan cocinarse, como potitos para niños, leche, pan de molde, bollería, agua mineral, pañales y biberones.

Muchos vecinos han optado por dejar la ciudad y trasladarse hasta casas de familiares en otros municipios o ir hasta sus segundas viviendas. Otros, los menos, se han reagrupado en casas de parientes que han resistido el terremoto y que ahora serán 'pisos patera' solidarios.

Tras el paso de políticos y autoridades por los recintos de acogida, la calma volvió. Allí se distinguían con sus característicos chalecos a los psicólogos que trataban de asistir a los afectados, víctimas del llamado estrés postraumático y de ataques de ansiedad. "Hemos ido a casa a por nuestras cosas, nos dejaron entrar y quedarnos, pero mi padre se quedó apuntalando el techo mientras que mi madre y yo nos hemos vuelto aquí porque esto sigue moviéndose", explicó una joven que quería ducharse para quitarse el polvo que todavía cubría su pelo.