Alicia Vallina - Tribuna Libre

Museos: contra la venganza del olvido

El museo debe ser pasión, llanto, belleza, dolor, debe permitir que nos reconozcamos en él y que seamos capaces de reconocer al otro

Una de las salas del Museo Naval de SanFernando, con banderas históricas y un mascarón de proa F. Jiménez

DRA. ALICIA VALLINA | DIRECTORA TÉCNICA MUSEO NAVAL DE SAN FERNANDO

El gran escritor argentino Jorge Luis Borges concibe al ser humano como consecuencia directa de su memoria, como resultado de su estar en un mundo alterable e imperfecto: «Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas cambiantes, ese montón de espejos rotos», diría. Y es esa memoria flexible, conformada por nuestras experiencias, deseos, victorias, soledades y sufrimientos, la que configura y da forma al actual concepto de museo.

Ya no hay marcha atrás. El museo avanza imparable hacia el interior de cada uno de nosotros, camina con paso firme hasta anclarse en lo más profundo de nuestras emociones, de nuestros sentidos. El museo debe ser pasión, llanto, belleza, dolor, debe permitir que nos reconozcamos en él y que seamos capaces de reconocer al otro.

El museo debe contar una historia, real o mítica, bella o doliente. Debe favorecer la solidaridad entre los pueblos, entre los seres humanos, debe ser un vínculo de unión, una férrea cadena que nos ancle a nuestra memoria y que nos permita contemplar un horizonte cambiante.

El museo debe ser una voz que se eleve sobre el tiempo, debe ser más humano que los humanos, un replicante, un blade runner diseñado para imitar las emociones humanas, para reflexionar sobre las grandes cuestiones de la vida: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? Una especie de colonia dorada que nos permita volver a empezar cada vez que nos adentremos en sus estancias misteriosas para toparnos de bruces con nosotros mismos. El museo solo puede salvarse de este modo, mediante la transformación de su fuerza, mediante el cuestionamiento de su destino.

El museo fue educado para permanecer inalterable al paso del tiempo, no necesitó nunca que nadie le enseñara su lugar en la cúspide. Solo respiraba, miraba a su alrededor y veía únicamente una sola verdad. No sentía, no pensaba en otras realidades, hablaba poco sin escuchar.

Pero nadie puede detener los cambios, nada ocurre por accidente. El museo, antes maestro, se convierte ahora en aprendiz. Sale al encuentro de un modo cómplice para que su enfoque no determine esa realidad cambiante de la que hablaba Borges.

El museo ha madurado, con paciencia e inteligencia ha ido modelándose como lo hace la mente de un niño. «El miedo a la pérdida un camino hacia el Lado Oscuro es», dice el gran maestro Yoda. No debe ser el museo orgulloso, no debe evitar la caída para lograr la mayor de las redenciones. No debe ofuscarse en el poder de la tecnología, pero tampoco debe obviarla. No debe dejar de tener fe, debe usar su fuerza para hacer algo grandioso, para conducirnos al cuestionamiento de todo.

El museo fue venerado desde su creación hasta que sus sólidos cimientos se tambalearon. Hombres y mujeres inconformistas, activos, reaccionarios, trastornaron el viejo orden decimonónico y convirtieron la intocable reliquia museística en espíritu crítico: «El arte se ocupa siempre de dos cosas. Con insistencia reflexiona sobre la muerte y con insistencia, por ello mismo, crea la vida», sentenciaba Boris Pasternak en labios del doctor Zhivago. Para renacer es imprescindible morir antes. Es necesario construir otra cosa para que sea venerada de nuevo otros 200 años. De la muerte surge la vida y de la limitación, necesidad de infinito.

Hemos de tener valor y cierta dosis de paciencia para continuar el camino comenzado. El museo nos pertenece a todos no más que a la tierra le pertenece un amanecer que se escurre entre nuestros ojos con la llegada del día. No más que un hijo a su padre sabiendo que debe dejarle seguir su camino tras una cándida adolescencia.

A veces el museo juega con nosotros, nos convierte en sus presas, nos hace añorar un mundo que ya no es el nuestro. Nos vuelve sensibles, curiosos, fuertes, tararea en nuestras cabezas melodías que incentivan el goce de nuestra experiencia. Nos liga a las desgracias, a los dolores y al sufrimiento, nos convierte en vasallos y en reyes y nos despierta el gusto por la soledad y la compañía, nos hace matar el tiempo y que el tiempo, con su paso impasible, también nos mate.

El museo nos preguntará si le amamos y nosotros responderemos que lo importante son las acciones en lugar de las palabras. Así que visitaremos sus salas y creeremos. Amaremos lo desconocido y venceremos las censuras con el deseo del conocimiento. Porque cada vez será distinto, y siempre que permanezca en nuestra memoria, el museo estará vivo, latente, llameante. Allí bulle la vida que pasa lenta, que se detiene a tu gusto, que guarda silencio o habla. Tú controlas el tiempo que quieres permanecer en la historia, tú te conviertes en maestro de ceremonias hasta que el museo te devora, te domina, te controla. En su guarida todo está en un delicado equilibrio que tú, como un intruso, tratas de descifrar.

El museo se convierte en un secreto, en una pequeña burbuja que se mantiene en el aire para desintegrarse luego tras un breve soplido. ¡Tan frágiles son sus historias! Es en la gloria de nuestra memoria donde se convierten en joyas luminosas que nos recuerdan quienes somos, que nos permiten seguir avanzando en la desesperación que conduce a la esperanza. El museo será entonces la gran aventura de la vida, el obstáculo más grande, el enemigo más fuerte y poderoso, la sensación más grata y el mejor modo de combatir el peligro del olvido.

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