la última

Pollo a la Pantoja

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Definitivamente, esto se nos ha ido de las manos. Hace mucho que se nos fue de las manos, aunque hasta ahora andábamos todavía anestesiados por el bienestar estatal y mirar para otro lado se nos antojaba una muestra de civismo tan políticamente correcta que se convirtió en el pasaporte hacia el país de las maravillas en el que creíamos vivir. Así que nos habituamos al consumo nocivo de desaceleraciones y brotes verdes, al de EREs y quiebras bancarias, al de ladrones reales y al de reales ladrones y al final todo nos parecía tan normal en este patio del tío Monipodio en el que convertimos a nuestro país. «¿Es vuesa merced, por ventura, ladrón? -Sí –respondió él–, para servir a Dios y a las buenas gentes», escribía Cervantes cuando Rinconete y Cortadillo se presentaban ante aquella cofradía de pícaros. Una cofradía en la que el más tonto hacía un reloj de madera, corruptos, ladrones organizados, charlatanes, vendedores de humo, mangantes callejeros, baja estopa para un submundo que había nacido al calor del Siglo de Oro español y que vivía del bolsillo ajeno.

Demasiado real para ser ficción. El ministro Cañete ya nos dijo en enero que podíamos consumir yogures caducados, que eso de tirarlos a la basura cuando estaban pasados de fecha era cosa de ricos despilfarrones y que el horno de los pobres no estaba –nunca ha estado- para bollos. Y esta semana, nos ha recordado que eso de ducharse con agua caliente también es un lujo que sólo está reservado para unos pocos, y asegura que él mismo se ducha con agua fría para dar ejemplo y ahorrar medio litro de agua al día. Encima, para no dejarlo solo, María Dolores de Cospedal, que ya nos había instruido sobre escraches y nazismo, comentaba el pasado miércoles que sus votantes se pueden quedar sin comer –ni siquiera yogures caducados– antes que sin pagar la hipoteca. Pues qué bien. «Tenemos más –escribía Cervantes– rezamos nuestro rosario, repartido en toda la semana, y muchos de nosotros no hurtamos el día del viernes, ni tenemos conversación con mujer que se llame María el día del sábado». En fin, todo es que se lo propongan.

Nos habíamos acostumbrado a ser espectadores de un sainete tremendo, a ver cómo los personajes entraban entre aplausos y salían de la escena a palos, a aclamar y a abuchear a los actores, a reír y a llorar al mismo tiempo, cuando la realidad, que siempre supera a la ficción se ha impuesto de un zarpazo convirtiendo la casa de Tócame Roque en la casa de Bernarda Alba.

Y ya no nos conformamos con la entrada de platea. Ahora vamos directamente a los camerinos con piedras y palos dispuestos a hacernos con el papel de la primera actriz montando un pollo en cualquier sitio. Las bochornosas imágenes de una Isabel Pantoja desmayada después de escuchar su sentencia recordaban tanto a aquella vuelta a la Maestranza que dio hace casi treinta años detrás del féretro del torero, que ya no sabe uno donde empieza la representación y donde acaba la vergüenza de un país que se ha dejado ir aunque paga religiosamente –eso sí- una hipoteca por vivir en el patio del Tío Monipodio, donde como decía Cervantes «había gente de tanto provecho que de todo aquello que hurtaban se llevaban el quinto, como Su Majestad de los tesoros y eran hombres de buena vida y fama, temerosos de Dios y de sus conciencias».