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Cicerone real

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Señor: Dado el cromatismo italiano de su formación juvenil, difícil resultará que otro cicerone distinto a Su Majestad se atreva a explicarle a sus dignos invitados iberoamericanos en este par de días que Cádiz es mucho más que una ciudad, dado el dominio de la liturgia y la dramatización que rezuma de la cultura italiana que bien conoce. Ya les ha hablado Su Majestad muchas veces de España, ejerciendo de empecinado Embajador malabarista, desde ambas orillas del Atlántico, pero no creo que les haya hablado de España y nuestro fraternal futuro desde Cádiz, lo que consideramos vigorizante y lustroso.

Utilice, Majestad, nuestros corazones de fenicios cóncavos como ambón litúrgico para hacer reposar sobre él el adusto texto de nuestra excepcional Constitución, recordándoles lo que bien sabe y saben: el hecho de que aún no siendo un texto de inspiración democrática, le otorgó a la Nación el rango soberano del que hoy intenta disfrutar a trancas y barrancas. Quizás convenga que sus invitados conozcan que Cádiz no se vincula a América y su devenir desde 1810, sino que con ella discurre inseparablemente desde 1493. Que son hijos de América no por virtud de Americo Vespucci sino por un trapisondismo de la historia que le escamoteó a Colón la paternidad de ese carismático prodigio que ha resultado ser América, habiéndose debido llamar Colombia. Conviene que conozcan sus egregios invitados que en todas las Américas, incluso en aquellas Américas en las que no se habla español, desde Alaska hasta Chiloé, laten los flujos de un tipo específico de añejo tronío, de una especie de orgullo habilidoso, adquirido en la concordia de hacer comercio con chinos y filipinos, en el Parián de Macao o en la Alcaicería de los Sangleyes en Manila, para suministrar a México y Europa, haciéndose respetar por saber respetar, ya que un comerciante, imprescindible oficio nobiliario hoy denostado, domina la ciencia del respeto. No olvidemos, Majestad, que por fenicios, somos cananeos, o sea; que sabemos convencer sin vencer.

Explíqueles, Majestad, que no por casualidad algunos de entre ellos llaman chícharo al guisante, dele las gracias en nombre de los gaditanos y, de paso, pídales perdón por haber llamado al guajolote, nombre monumental, sencillamente pavo. Explíqueles de igual modo, Señor, que no nace de la nada el charango, que el bolero no es hijo del desamor sino del anhelo de amar, y que justo por ello es más sugestivo llamarle bolero al limpiabotas, como cobra un especial sentido el que la liza pecuaria del rodeo chileno se inicie invocando el nombre de Dios, exponente olímpico de la importancia de las grandes insignificancias. A Su Majestad, pues, le encomendamos que transmita a sus invitados iberoamericanos un viejo y juvenil abrazo por existir concordatariamente con nosotros, desde la convicción de que el futuro es ‘hispanolusosinoamericano’. Un imperio de humildes afectos multiculturales.