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La evolución demográfica en las tres últimas décadas, lo que se ha venido en llamar la segunda transición demográfica, tiene tres elementos especialmente destacables: el descenso de la natalidad, el incremento de la esperanza de vida, y como consecuencia de las dos, el envejecimiento de la población.

Para los expertos en economía, los niños y los ancianos son caros, no aportan nada al sistema productivo, y encima gastan muchos recursos. Mirado así, nada se les puede discutir. Pero tanto unos como otros merecen todo nuestro esfuerzo. Los niños porque son nuestro futuro, y en ellos tenemos depositadas todas nuestras esperanza, y los mayores porque son nuestro presente y no los podemos defraudar.

En algún despacho, de una planta alta de un rascacielos, en una zona financiera, amueblado con piezas únicas y con obras de arte millonarias en sus paredes, pero con un tufillo siniestro, unos señores trajeados toman decisiones estratégicas que afectan a nuestra vida cotidiana. Se han enterado que el primer factor de riesgo para morir es ser pobre. Nada como la pobreza para mermar de forma sustancial la esperanza de vida de la población.

Se han puesto manos a la obra y han diseñado un plan. Para ello se han valido de gobiernos democráticamente electos. Sin escrúpulos han trazado un método infalible. Si hacemos que la población se empobrezca en poco tiempo conseguiremos el mismo efecto devastador que las Grandes Guerras, pero sin gastar ni una sola munición.

Subiremos el límite de velocidad en las carreteras generales. Eliminaremos las políticas restrictivas en el consumo de tabaco. De un plumazo dejaremos de potenciar el uso de las energías renovables, volveremos al carbón, eso si, no de nuestras minas, que sale muy caro, se lo compraremos a países pobres que nos ofrecen unos precios muy competitivos. Prescindiremos de los espacios protegidos haciendo urbanizable la mayor parte del territorio. En cuanto al medio ambiente, ya se ocuparán de protegerlo las generaciones venideras, aún hay tiempo de salvar al planeta. Limitaremos hasta una renta básica, eso si pero digna, los suelos de los trabajadores por cuenta ajena. La solidaridad dejará de ser una obligación moral. A los trabajadores autónomos les aplicaremos la ley de la selva, sólo sobrevivirán los más fuertes. Dejaremos de invertir en el mantenimiento de las carreteras, es algo muy costoso. Abandonaremos los sistemas de protección social dejándolo reducido a una mínima cobertura de beneficencia. La cobertura sanitaria se limitará para casos excepcionales y sólo con carácter de urgencias, todo lo demás será con un sistema de copago inversamente proporcional a los ingresos de perceptor. Minaremos el actual sistema educativo. La educación universitaria y de calidad sólo para los que puedan pagarla, así conseguiremos que nuestros jóvenes no se sientan frustrados por ese exceso de formación que ahora tienen.

Roto, con su mordaz humor negro lo describía en una de sus viñetas: «De la guardería a la penitenciaría, y así nos ahorramos la educación».