la cerbatana

Verano en Cádiz

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El sol emerge al otro lado de la ciudad. La orilla no pierde su humedad mientras el agua de mar avanza queriendo alcanzar la arena que nunca se deja ahogar. Amanece y los primeros corredores, atletas de playa, se cruzan con parejas de caminantes, peregrinos de la Cortadura. A lo lejos, oímos el traqueteo de las máquinas que remueven la arena bajo la fría sombra de los altos edificios del skyline sesentero del paseo marítimo. Las cuadrillas de limpieza se distinguen a lo lejos y se mueven con rapidez de un contenedor a otro, sin pausa, inexorablemente. El agua del baldeo va arrastrándose por las escaleras que dan acceso a la acera. Un nuevo día de verano nos deleita en Cádiz.

Es agosto en la ciudad y esto se palpa. Nos visitan los habituales de todos los años, esas familias de Sevilla, de Córdoba o de Badajoz con sus identificables acentos con sabor a turista. Tienen ganas de Cádiz, ganas de su gente, de su comida, de su sol y de sus estrellas.

Bajan a la playa con sus sillas y sus sombrillas y nos imitan en sus actitudes. Algunos ya usan los cucuruchos para las colillas y otros no. Aún así, nos quieren más que nosotros mismos. Nos adoran sin complejos. Son el Gran Hermano de cada verano observando nuestras virtudes y nuestros defectos. Adoran nuestra playa y nuestro paseo, nuestras plazas y nuestras calles, la Gran Regata y los Martes de Carnaval; encantados de pasar un verano más en Cádiz, en su Cádiz, Cádiz. ¿Qué sería de esta peculiar ciudad en sus manos?

Muchos de ellos, los más constantes, los más veteranos, incluso conocen dónde se encuentra nuestra plaza de toros, la que está frente a los cuarteles; diferencian nuestros vientos, el levante, el poniente y el del sur; entienden la letra de la Serenísima de Juan Carlos Aragón e, incluso, afirman, como la mayoría de nosotros, no haber votado nunca a Teófila.

Estos veteranos llegaron a tener su primer amor de verano en Cádiz, aquel año en el que, traídos por sus padres, visitaban la noche, y con la hechura, el porte y la confianza que te concede el ser veraneante iban de la mano de la gaditana por la playa oscura de entonces y se sentaban en las barquitas para contemplar un deslumbrante cielo estrellado que ya nunca se les olvidaría. Porque ahora, cuando aquel imberbe joven sigue regresando año tras año, crisis tras crisis, con su propia familia, renace en ellos aquellos veranos de pantalón corto y cometa, de freidor y barbacoa, de labios de agua salada y arena en los bolsillos. Es la añoranza del pasado que cada verano se presenta en nuestra memoria para deleitarnos por unos segundos y hacernos volver a sentir, y casi palpar, un tiempo que ya no volverá pero que seguimos persiguiendo. Son los veranos de nuestra memoria. La de ellos, nuestros queridos turistas.